domingo, 21 de octubre de 2007

Un recuento de David Anisi

EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR

Aquel monarca llevaba varios años con una china en el zapato. Su reinado no iba del todo mal, pero bondadoso como era, no dejaba de preocuparse de la suerte de una buena parte de sus súbditos afectados desde hacía bastante tiempo por una desdicha: el desempleo.
Por ello, cuando le anunciaron la llegada a la corte de dos sabios procedentes de la reputada Universidad de Chinchanflún con el deseo de explicar al monarca, en una audiencia privada, las nuevas teorías sobre el paro, se llevó una gran alegría.
Los pretendidos sabios eran en realidad dos grandes sinvergüenzas que amparándose en el nombre de aquella famosa universidad de allende de los mares, trataban de rentabilizar su azarosa estancia en aquellas latitudes aprovechándose del papanatismo dominante en su patria original. Tontos, claro está, no eran, y su dominio del idioma del País Maravilloso, donde tenía su sede la Universidad de Chinchanflún, así como su facilidad para aprender expresiones ininteligibles y sofisticadas técnicas estadísticas y matemáticas, les capacitaban sobradamente para ejercer su papel de embaucadores.
Aunque la dignidad de la realeza le impelía a mostrarse siempre a sus súbditos bajo el manto de la impasibilidad, nuestro monarca se puso a preparar la audiencia con auténtico fervor. Repasó los manuales que tuvo que estudiar durante su educación de Príncipe, mandó llamar en el mayor secreto a un viejo profesor para repasar y actualizar algunos conceptos, e invitó a la audiencia a los más renombrados catedráticos de las universidades de sus dominios.
Y por fin llegó el día tan esperado. Los catedráticos del Reino, expertos en desempleo, llegaron lujosamente ataviados y acompañados de los instrumentos propios de su condición, tales como libros de conjuros, amuletos de encontrar trabajo, frascos conteniendo espíritu competitivo, hierbas de sumisión, medicinas amargas de reducciones salariales, y múltiples varillas de flexibilización. Los dos sabios de la Universidad de Chinchanflún se habían presentado con anterioridad por recomendación del Jefe de Protocolo a fin de poder instalar en el salón del trono los artilugios necesarios para su exposición, tales como ordenadores personales conectados a pantallas de vídeo, proyectores de transparencias, y, como una concesión a la tradición, una clásica pizarra.
Pasaron los catedráticos al salón del trono y fueron presentados a los conferenciantes. Contrastaban los vestidos de unos y otros: los catedráticos de las tierras del Rey lucían bonetes en las cabezas, y sobre sus togas negras orladas de puñetas reposaban insignias y collares correspondientes a su dignidad. Los procedentes del País Maravilloso eran en cambio una explosión de color en sus diferentes atuendos, que sólo coincidían en cuanto a las pajaritas que ambos llevaban al cuello a modo de corbata y en el evidente uso de tirantes por parte de los dos. Los catedráticos saludaron con una leve inclinación de cabeza y los sabios invitados les correspondieron con una exhibición de sus blanquísimos dientes en una sonrisa que ya no les abandonó.
Llegó el rey y dio comienzo la audiencia. El propio monarca agradeció la presencia de todos los invitados y resaltó el orgullo que le embargaba al comprobar como dos de sus súbditos, con su esfuerzo y mérito, habían aprovechado tanto el tiempo en la gran universidad de más allá de los mares, que volvían como sabios dispuestos a solucionar el problema del desempleo que tanto preocupaba. Y sin más les cedió la palabra.
- Majestad, venerables catedráticos –dijo el primero de los pícaros– venimos en verdad a solucionar ese problema, pues tras años de profundo estudio y trabajo duro en la universidad que nos acogió, podemos afirmar sin lugar a dudas que el desempleo no existe.
-Pero antes de la demostración –dijo el segundo de ellos– solicito de vuestra benevolencia que nos permitáis expresarnos en el idioma del País Maravilloso, ya que, aunque nacidos en estas tierras y sólo ausente de ellas breves años, tendríamos cierta dificultad para expresar en nuestro idioma algunas sutilezas de nuestro discurso.
El rey dominaba, dada su exquisita educación, el lenguaje del País Maravilloso, algunos de los catedráticos lo entendían a medias y el resto no estaba dispuesto a reconocer su desconocimiento, con lo que, con la venia de su majestad, los dos mercachifles se aprestaron a vender su dudosa mercancía en aquel idioma.
Pero tampoco eran necesarias dotes de políglota para entender, o mejor no entender, lo que a continuación, y durante una hora, los dos individuos expusieron.
Proyecciones, simulaciones de ordenador, algoritmos y símbolos, se sucedían sin tregua con referencias continuas a trabajos de otros reputados sabios cuyos nombres oían por vez primera los asistentes, demostraciones matemáticas, conjeturas, refutaciones y evidencia empírica en una auténtica representación abrumadora de sabiduría; y así hasta llegar a la conclusión profetizada: el desempleo no existe.
El rey no había entendido nada de lo que allí se había dicho, e incluso intuía que tal vez le estuviesen tomando el pelo, pero no quería quedar como tonto y así, al finalizar la exposición reconoció que lo dicho era "muy interesante".
Los catedráticos sabían con total certidumbre que aquello era una burla de tanta profundidad, al menos, como de las que ellos vivían. Pero dada la actitud del soberano se deshicieron en halagos ante la exposición y ponderaron con gravedad las conclusiones.
- ¿Y qué podemos hacer para que estas sabidurías –preguntó el rey a los timadores– se divulguen adecuadamente en nuestro reino?
Y ellos mostraron inmediatamente un presupuesto de gastos que tenían preparado con anterioridad. Al buen rey le pareció una barbaridad lo que se pedía por divulgar aquello que no entendía, pero como ni quería quedar como ignorante, ni como cicatero con la ciencia, lo aprobó. Los venerables catedráticos, que veían la posibilidad de sacar tajada en la maniobra, alabaron la decisión del monarca. Y así los parados dejaron de existir en aquel reino.
Los únicos que no se creyeron su desaparición fueron los que estaban, seguían y siguieron estando desempleados. Pero eran personas de pocas luces que no entendían la Gran Ciencia, y a casi nadie le importó mucho.

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