Domingo por la mañana en San Diego. El sol es una escalofriante esfera anaranjada, como el ojo de una calabaza de Halloween. El fuego en el flanco del monte Otay, extendido a horcajadas a lo largo de la frontera con México, genera una gigantesca nube albigris en forma de hongo. Una vista tirando a sublime, como la del Vesubio en erupción. Entretanto, un cielo hosco y fosco escupe ceniza procedente de los abrasados bosques nacionales y de las casas de ensueño.
Puede ser el fuego del siglo en la California meridional. A la hora del almuerzo, ocho fuegos distintos estaban ardiendo el domingo pasado fuera de control, y los dos mayores convergían para formar un frente único de cuarenta millas de amplitud. Los recursos de emergencia de la megalópolis estaban ya más que rebasados, y los refuerzos de la Guardia Nacional se hallaban a 10.000 millas de distancia, en Irak. El pánico se comunicaba silenciosamente a los reportajes televisivos, que registraban caóticas escenas del incendio.
Se ha informado ya de catorce muertes en los condados de San Bernardino y de San Diego, y cerca de 1.000 hogares han sido destruidos. Más de 100.000 moradores de la región conurbana han sido evacuados, el triple que en el gran incendio de Arizona de 2002 o que en el holocausto de Canberra del pasado enero. Decenas de miles, por otra parte, han cargado ya sus automóviles con animales domésticos y recuerdos familiares. Todos estamos aguardando la hora de la huída. No hay freno, y el pronóstico metereológico habla de un tiempo favorecedor del incendio que durará hasta el martes.
Se calla por sabido que es el momento oportuno del año para el fin del mundo.
Justo antes de Halloween [la celebración norteamericana del Día de Difuntos], el diferencial de presión entre la llanura de Colorado y la California meridional empieza a generar los infames vientos de Santa Ana. Una chispa en su recorrido, monta tanto como una antorcha incendiaria.
Hace exactamente una década, entre el 26 de octubre y el 7 de noviembre, tormentas de fuego aventadas por Santa Ana destruyeron más de mil hogares en Pasadera, Malibú y Laguna Beach. En el pasado siglo, cerca de la mitad de los fuegos en la California meridional ocurrieron en octubre.
Ese tiempo climatológico, la ecología y una urbanización estúpida han conspirado para crear los ingredientes de una de las tormentas de fuego más perfectas de la historia. Los expertos la veían venir desde hace meses.
Por lo pronto, hay una extraordinaria oferta de combustible de todo punto en sazón, yesca perfectamente seca. El año metereológico 2001-02 fue el más seco en la historia de la California meridional. Aquí, en San Diego, apenas si tuvimos tres pulgadas de lluvia. (El promedio gira en torno a las 11.) Luego, el pasado invierno, llovió lo justo para que proliferara una densa maleza de sotobosque, excelente mecha que ha disfrutado de meses para secarse.
Ello es que, en los montes locales, una sequía épica que podría ser expresión del calentamiento global abrió la espita a una infesta de escarabajos negros que ha matado ya, o está matando, el 90% de los pinares de la California meridional. El mes pasado, los científicos explicaron en tonos graves a los miembros del Congreso, en el curso de una audiencia especial habida en el Lago de Arrowhead, que "es demasiado tarde para salvar la reserva nacional del bosque de San Bernardino". Arrowhead y otros famosos parajes montañosos, predijeron, "pronto se parecerán a cualquier barrio residencial desarbolado de Los Ángeles".
Esos bosques muertos significan una desgracia casi apocalíptica para los más de 100.000 residentes en los montes y en las laderas, muchos de los cuales dependen de una única y angosta vía para escapar del fuego. A comienzos de este año, los funcionarios del condado de San Bernardino, desconfiando de sus capacidades para proceder a la evacuación de todos los caseríos por carretera, propusieron un excéntrico plan de último recurso para amontonar a los residentes en botes varados en medio de los lagos Arrowhead y Big Bear.
San Bernardino es ahora un infierno, acodado en las decenas de miles de hectáreas de laderas cubiertas de chaparral de los condados vecinos. Como siempre en la estación de los incendios que es Halloween, cunde la histeria sobre el carácter provocado de los incendios. Manos invisibles pueden haber disparado intencionadamente muchas de las tormentas de fuego. En realidad, en el actual régimen climático de los vientos de Santa Ana, un chiflado subido a una motocicleta y armado con un modesto encendedor podría incendiar medio mundo.
Es éste un fantasma del que, inermes, no pueden protegernos los grandes inquisidores ni las guerras contra el terrorismo. Por lo demás, muchos analistas y expertos en fuegos desprecian en sus ecuaciones la "ignición" –natural, accidental o deliberada— como un factor relativamente trivial. Estudian el fuego desatado como un resultado inevitable de la acumulación de masa combustible. Dado el combustible, "se da el incendio".
Ni que decir tiene que la mejor medida preventiva es el regreso a la inveterada práctica indígena californiana de organizar hogueras regulares y a pequeña escala en las que se consuman viejos arbustos y chaparral. Eso es ahora política de libro de texto, pero la urbanización con fines residenciales de territorio ígneo hace casi imposible ponerla por obra en alguna medida adecuada. A los propietarios de las casas les disgusta la polución temporal de las "hogueras controladas", y los funcionarios locales temen las consecuencias jurídicas de posibles fuegos que se les vayan de las manos.
Resultado: ciclópeas plantaciones de arbusto viejo, altamente inflamable, se acumulan en las periferias y en los intersticios de nuevos barrios residenciales desparramados por doquier. Desde los devastadores incendios de 1993, decenas de miles de nuevos hogares se han abierto paso, hasta llegar a cubrir los más remotos huecos de los cinturones ígneos, costeros e interiores, de la California meridional. Además, cada nuevo propietario espera niveles heroicos de protección de un condado sin recursos públicos ni servicios estatales de bomberos suficientes.
El fuego, pues, resulta políticamente irónico. Precisamente ahora, cuando veo en llamas el barrio residencial nuevo más rico de San Diego, Scripps Ranch, me acuerdo de que los financiadores de[l gobernador de California] Schwarzenegger se reunieron allí hace unas cuantas semanas. Fue ese encuentro epicentro de airadas y codiciosas voces elevadas al cielo en contra de la opresión de un sector público fuera de control y a favor de su retroceso. Ahora, los millonarios sostenedores de Arnold [Schwarzenegger] claman a voz en grito a favor de más servicios de bomberos, y la intervención público-estatal a gran escala es la única cosa interpuesta entre sus mansiones de 3 millones de dólares y un montón de cenizas.
Los fuegos de Halloween, claro está, hacen arder por igual chabolas y mansiones, pero los Republicanos tienden de manera desapoderada a concentrarse en las alturas y en las ecologías equivocadas. En realidad, asombra percatarse de hasta qué punto el actual mapa de los incendios (Rancho Cucamonga, norte de Fontana, La Verne, el Valle de Simi, Vista, Ramona, los Cerros Eucalyptus, Scripps Ranch, etc.) refleja las pautas geográficas del grueso del apoyo electoral a favor del retroceso del gasto público.
Los incendios ilustran cruelmente el dilema esencial del nuevo gobernador: cómo atender simultáneamente a las exigencias de clase media de reducción del gasto y más servicios públicos. Los barrios residenciales cerrados para población blanca insisten en niveles imposibles de protección contra incendios, pero se niegan a pagar mayores primas de seguro (el seguro contra incendios en California está subsidiado en común por todos los propietarios inmobiliarios) o mayores impuestos a la propiedad. Hasta un superhéroe de Hollywood tendrá dificultades para cuadrar ese círculo.
Mike Davis es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO. Traducidos recientemente al castellano: su libro sobre la amenaza de la gripe aviar (El monstruo llama a nuestra puerta, trad. María Julia Bertomeu, Ediciones El Viejo Topo, Barcelona, 2006) y su libro sobre las Ciudades muertas (trad. Dina Khorasane, Marta Malo de Molina, Tatiana de la O y Mónica Cifuentes Zaro, Editorial Traficantes de sueños, Madrid, 2007).
Traducción para www.sinpermiso.info : Amaranta Süss
Puede ser el fuego del siglo en la California meridional. A la hora del almuerzo, ocho fuegos distintos estaban ardiendo el domingo pasado fuera de control, y los dos mayores convergían para formar un frente único de cuarenta millas de amplitud. Los recursos de emergencia de la megalópolis estaban ya más que rebasados, y los refuerzos de la Guardia Nacional se hallaban a 10.000 millas de distancia, en Irak. El pánico se comunicaba silenciosamente a los reportajes televisivos, que registraban caóticas escenas del incendio.
Se ha informado ya de catorce muertes en los condados de San Bernardino y de San Diego, y cerca de 1.000 hogares han sido destruidos. Más de 100.000 moradores de la región conurbana han sido evacuados, el triple que en el gran incendio de Arizona de 2002 o que en el holocausto de Canberra del pasado enero. Decenas de miles, por otra parte, han cargado ya sus automóviles con animales domésticos y recuerdos familiares. Todos estamos aguardando la hora de la huída. No hay freno, y el pronóstico metereológico habla de un tiempo favorecedor del incendio que durará hasta el martes.
Se calla por sabido que es el momento oportuno del año para el fin del mundo.
Justo antes de Halloween [la celebración norteamericana del Día de Difuntos], el diferencial de presión entre la llanura de Colorado y la California meridional empieza a generar los infames vientos de Santa Ana. Una chispa en su recorrido, monta tanto como una antorcha incendiaria.
Hace exactamente una década, entre el 26 de octubre y el 7 de noviembre, tormentas de fuego aventadas por Santa Ana destruyeron más de mil hogares en Pasadera, Malibú y Laguna Beach. En el pasado siglo, cerca de la mitad de los fuegos en la California meridional ocurrieron en octubre.
Ese tiempo climatológico, la ecología y una urbanización estúpida han conspirado para crear los ingredientes de una de las tormentas de fuego más perfectas de la historia. Los expertos la veían venir desde hace meses.
Por lo pronto, hay una extraordinaria oferta de combustible de todo punto en sazón, yesca perfectamente seca. El año metereológico 2001-02 fue el más seco en la historia de la California meridional. Aquí, en San Diego, apenas si tuvimos tres pulgadas de lluvia. (El promedio gira en torno a las 11.) Luego, el pasado invierno, llovió lo justo para que proliferara una densa maleza de sotobosque, excelente mecha que ha disfrutado de meses para secarse.
Ello es que, en los montes locales, una sequía épica que podría ser expresión del calentamiento global abrió la espita a una infesta de escarabajos negros que ha matado ya, o está matando, el 90% de los pinares de la California meridional. El mes pasado, los científicos explicaron en tonos graves a los miembros del Congreso, en el curso de una audiencia especial habida en el Lago de Arrowhead, que "es demasiado tarde para salvar la reserva nacional del bosque de San Bernardino". Arrowhead y otros famosos parajes montañosos, predijeron, "pronto se parecerán a cualquier barrio residencial desarbolado de Los Ángeles".
Esos bosques muertos significan una desgracia casi apocalíptica para los más de 100.000 residentes en los montes y en las laderas, muchos de los cuales dependen de una única y angosta vía para escapar del fuego. A comienzos de este año, los funcionarios del condado de San Bernardino, desconfiando de sus capacidades para proceder a la evacuación de todos los caseríos por carretera, propusieron un excéntrico plan de último recurso para amontonar a los residentes en botes varados en medio de los lagos Arrowhead y Big Bear.
San Bernardino es ahora un infierno, acodado en las decenas de miles de hectáreas de laderas cubiertas de chaparral de los condados vecinos. Como siempre en la estación de los incendios que es Halloween, cunde la histeria sobre el carácter provocado de los incendios. Manos invisibles pueden haber disparado intencionadamente muchas de las tormentas de fuego. En realidad, en el actual régimen climático de los vientos de Santa Ana, un chiflado subido a una motocicleta y armado con un modesto encendedor podría incendiar medio mundo.
Es éste un fantasma del que, inermes, no pueden protegernos los grandes inquisidores ni las guerras contra el terrorismo. Por lo demás, muchos analistas y expertos en fuegos desprecian en sus ecuaciones la "ignición" –natural, accidental o deliberada— como un factor relativamente trivial. Estudian el fuego desatado como un resultado inevitable de la acumulación de masa combustible. Dado el combustible, "se da el incendio".
Ni que decir tiene que la mejor medida preventiva es el regreso a la inveterada práctica indígena californiana de organizar hogueras regulares y a pequeña escala en las que se consuman viejos arbustos y chaparral. Eso es ahora política de libro de texto, pero la urbanización con fines residenciales de territorio ígneo hace casi imposible ponerla por obra en alguna medida adecuada. A los propietarios de las casas les disgusta la polución temporal de las "hogueras controladas", y los funcionarios locales temen las consecuencias jurídicas de posibles fuegos que se les vayan de las manos.
Resultado: ciclópeas plantaciones de arbusto viejo, altamente inflamable, se acumulan en las periferias y en los intersticios de nuevos barrios residenciales desparramados por doquier. Desde los devastadores incendios de 1993, decenas de miles de nuevos hogares se han abierto paso, hasta llegar a cubrir los más remotos huecos de los cinturones ígneos, costeros e interiores, de la California meridional. Además, cada nuevo propietario espera niveles heroicos de protección de un condado sin recursos públicos ni servicios estatales de bomberos suficientes.
El fuego, pues, resulta políticamente irónico. Precisamente ahora, cuando veo en llamas el barrio residencial nuevo más rico de San Diego, Scripps Ranch, me acuerdo de que los financiadores de[l gobernador de California] Schwarzenegger se reunieron allí hace unas cuantas semanas. Fue ese encuentro epicentro de airadas y codiciosas voces elevadas al cielo en contra de la opresión de un sector público fuera de control y a favor de su retroceso. Ahora, los millonarios sostenedores de Arnold [Schwarzenegger] claman a voz en grito a favor de más servicios de bomberos, y la intervención público-estatal a gran escala es la única cosa interpuesta entre sus mansiones de 3 millones de dólares y un montón de cenizas.
Los fuegos de Halloween, claro está, hacen arder por igual chabolas y mansiones, pero los Republicanos tienden de manera desapoderada a concentrarse en las alturas y en las ecologías equivocadas. En realidad, asombra percatarse de hasta qué punto el actual mapa de los incendios (Rancho Cucamonga, norte de Fontana, La Verne, el Valle de Simi, Vista, Ramona, los Cerros Eucalyptus, Scripps Ranch, etc.) refleja las pautas geográficas del grueso del apoyo electoral a favor del retroceso del gasto público.
Los incendios ilustran cruelmente el dilema esencial del nuevo gobernador: cómo atender simultáneamente a las exigencias de clase media de reducción del gasto y más servicios públicos. Los barrios residenciales cerrados para población blanca insisten en niveles imposibles de protección contra incendios, pero se niegan a pagar mayores primas de seguro (el seguro contra incendios en California está subsidiado en común por todos los propietarios inmobiliarios) o mayores impuestos a la propiedad. Hasta un superhéroe de Hollywood tendrá dificultades para cuadrar ese círculo.
Mike Davis es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO. Traducidos recientemente al castellano: su libro sobre la amenaza de la gripe aviar (El monstruo llama a nuestra puerta, trad. María Julia Bertomeu, Ediciones El Viejo Topo, Barcelona, 2006) y su libro sobre las Ciudades muertas (trad. Dina Khorasane, Marta Malo de Molina, Tatiana de la O y Mónica Cifuentes Zaro, Editorial Traficantes de sueños, Madrid, 2007).
Traducción para www.sinpermiso.info : Amaranta Süss
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