martes, 23 de octubre de 2007
"El origen del mundo": censuras moralistas frente a filosofías materialistas de las sensibilidades estéticas del coñocimiento y la compenetración
Gustave Courbet. Óleo sobre lienzo, 46 x 55 cm. Museo d' Orsay, París. Francia.
El cuadro que se convirtió en una novela
El 26 de junio de 1995 se exponía por primera vez, en el Musée d'Orsay de París, L'origine du monde (El origen del mundo), una tela de Gustave Courbet pintada entre 1865 y 1866 y que llevaba 130 años oculta, sólo accesible a la mirada de sus sucesivos compradores. Durante mucho tiempo no sólo no había existido imagen pública de esa imagen púbica, sino que también había permanecido sin nombre, sin título, víctima de esa misma pudibundez que impide llamarle sexo al sexo y que impulsa a la invención de mil y un nombres, elusivos, poéticos o procaces, para referirse a la cosa.
Bernard Teyss-edre acaba de publicar Le roman de l'origine (La novela del origen), un relato de 420 páginas protagonizado por la pintura de Courbet. Todo arranca cuando Jalil-Bey, embajador turco en Paris, visita, en 1866, el taller del artista. Quiere comprar una tela escandalosa, Vénus et Psyché, pero ésta ya tiene propietario. Pide una copia, pero Courbet propone a cambio Les dormeuses, también de tema lésbico. Jalil-Bey logra que le regalen, sin que conste en la factura de 25.000 francos, un pequeño cuadro de 55 por 46 centímetros que reproduce el vientre de una mujer o, más concretamente, unas caderas y un pubis en el centro, los muslos en la parte inferior y el vientre y el torso, incluidos los pechos, en la superior. En el cuarto de baño del embajador, detrás de un cortinaje verde, quedará oculto el cuadro sin nombre ni firma.
En 1868 el courbet pasa a manos de Jean Baptiste Faure, barítono de la ópera de París. Ahora el cuadro se esconde detrás de un paisaje nevado, obra del propio Courbet. Son pocos los que lo han visto, pero ha generado ya suficiente literatura, desde versos de Gautier hasta esa constatación de Edmond de Goncourt: "Un vientre tan bello como la carne de un correggio". Pero a la esposa del cantante no le gusta el tiempo que su marido pierde ante la tela, ni las risas de los amigos privilegiados que la descubren. En 1888, la pintura aun innominada está en posesión de un marchante, De la Narde, que la exhibe en la trastienda sólo a clientes de confianza. Hasta 1912 nada se sabe del cuadro, del que se rumorea que pudo haber pertenecido a un gobernador civil puritano y pervertido, a un ginecólogo que lo utilizaba como reclamo o a un burdel. Sea cual sea la verdad, en 1912 una galería prestigiosa compra la tela a una tal señorita Vial.
La carrera internacional comienza cuando François de Hatvany, un coleccionista de Budapest, se lleva el courbet a su ciudad. En 1935, Charles Léger, especialista en Courbet, se refiere por primera vez a la obra como L'origine du monde. En marzo de 1944 los nazis destituyen a Hodhy, su cómplice en Hungría. L' origine du monde es robado por el ejército de ocupación y Bernard de Teyss-edre propone las dudas del coronel Schweinkopf, que sopesa el pro -el pintor era ario, despreciaba a los burgueses, pintaba bien y era atlético- y el contra -participó en la Comuna, simpatizaba con los anarquistas y probablemente era de moral abyecta-. La razón determinante es una estimación rápida del propio Hatvany: vale 300.000 dólares. Pero tanta vacilación da tiempo a que llegue el Ejército Rojo y a que el coronel Tatastrov aplique las normas del realismo socialista: ¿acaso las mujeres socialistas no tienen vientre?; ¿acaso liberar el desnudo de retórica no es tarea de los ingenieros de almas?; ¿acaso ése no es un vientre feliz, de una estajanovista capaz de parir cantando? Las respuestas fueron positivas y el cuadro se salvó.
En 1955, Sylvia Lacan, la protagonista de La regla del juego, de Renoir, le pide a su marido, psicoanalista, que le regale L'origine du monde: por 1.500.000 francos el cuadro es suyo. Pero descubre que crea problemas: "Los vecinos y la mujer de la limpieza no lo comprenderían". El cuñado, André Masson, hará una nueva obra para esconder la de Courbet, un desnudo abstracto.
El sexo de Joanna Hiffernan, la pelirroja amante de Courbet, sirvió durante años de motor de las cogitaciones de Lacan sobre las diferencias "entre el objeto de la pulsión, del fantasma y del deseo" o de sus conversaciones con Heidegger sobre "lo real, la verdad y lo auténtico", para concluir que "la mirada es la erección del ojo". En 1967, el sexólogo Zwang publica la primera foto de la obra. En 1977, por primera vez, la pintura es reproducida en un libro de arte. En 1988, el cuadro cuelga, también por vez primera, de las paredes de un museo: The Brooklyn Museum of Art. En 1994, Jacques Henric publica la novela Adoratíons perpétuelles, cuya cubierta reproduce la tela y lleva al secuestro del libro. El 26 de junio de 1995, el ministro de Cultura, Douste-Blazy, hace el discurso de ingreso de la tela en las colecciones nacionales. Evita ser fotografiado junto a ella y en su discurso se sirve de opiniones ilustres. No citó, sin embargo, la frase flaubertiana de Courbet: "El coño soy yo".
Texto: Octavi Martí en El País Semanal.
Mundo asexuado
El sexo, en los humanos, es metáfora. Nada en el animal hablante escapa a eso. Y no hay veto que pueda atenuarlo
Alguien muy perverso o muy ignorante –lo más probable, ambas cosas– ha dado orden de prohibir, como “sexista”, una foto publicitaria de los modistos Dolce & Gabanna. Hablando en un castellano propio y esquivando jergas analfabetas, se trata, sin duda alguna, de una foto de evocación sexual inequívoca. Y universal, si bien consideramos la inmediata celeridad con la cual ha respondido la censura. Igual de inequívocas son las evocaciones sexuales de, quedándome muy corto, las dos terceras partes de la pintura barroca exhibida en el Museo del Prado, como de la exhibida en cualquier otro gran museo del mundo. Una básica creencia en la universal aplicación equitativa de la ley me hace estar convencido de que idéntico criterio les va a ser aplicado: la transparente zoofilia de las diversas versiones del encuentro de Leda y el cisne, la brutal vejación de los no pocos raptos de sabinas, los onanistas espejos de viejos y susanas, que son parte irrenunciable del arsenal iconográfico renacentista y barroco, en nada resultan menos agresivos que la, más que estática extática, representación de un fetiche femenino anclado en tierra por otros o cuatro fetiches masculinos, bellos como fantasmales figuras de cera todos, e irreales, en la censurada imagen de moda publicitaria. No vale decir que unos son arte y no la otra. El arte aquí no pinta nada. Si algo incita al delito, su mayor perfección plástica no haría sino incrementar su riesgo. La ley pesa igual sobre Rembrandt y sobre el pintamonas de paisaje dominguero o de sex-shop urbano. O sobre el éxtasis berniniano, que sobrecoge en la penumbra de cierta iglesia de Roma. O sobre la orfebrería verbal del libro más vendido de la historia de la literatura francesa, al cual, bajo ingenioso pseudónimo, diera textura la tan grave Dominique Aury.
Existe el sexo sólo en sus metáforas. A la versión bien construida de las cuales, llamamos arte. A la menos bien elaborada, pornografía. Los criterios estéticos, para fijar entre ambas fronteras claras, son siempre muy problemáticos: “El origen del mundo” de Courbet fue una guarrada pornográfica, de encargo y clandestina, antes de ser la joya absoluta del Museo de Orsay, así que pasara un siglo. Los criterios de distinción moral no distinguen entre ambas: iguales, a ese efecto, son el cuadro de Courbet y las toscas fotos obscenas que, sabemos, le sirvieron de modelo. Esa metaforización llamada sexo distingue al animal hablante del resto de los bichos que copulan y se reproducen. Sin la asombrosa capacidad de desplazarlo hacia las formas más elaboradas de la obra literaria o plástica, la vida de los hombres oscilaría siempre a un milímetro del infierno. Pero no sólo el arte tiene sexo. Nada en las múltiples artesanías de los hombres es ajeno a sus, a veces simples, a veces enmarañadísimas, metáforas. La publicidad es menos que ninguna ajena a ellas. Así funciona el deseo de los hablantes. Y eso nos salva de transitar sin mediación de sexo a muerte. Eso convierte en liturgia lo imposible. Seríamos sólo bestias sin este elemental refinamiento.
Sociedad asexuada es sinónimo de barbarie.
Gabriel ALBIAC
La razón, lunes 19 de marzo de 2007
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