sábado, 20 de octubre de 2007

La fea moda de la perpetua modernidad de la pena capital

Hay que reconocerlo desde el principio: algo anda muy mal. Sino no se entiende nada de lo que nos pasa.
Hay tanta prostitución sistemática que las palabras no significan lo que a veces pregonan. El sistema social hoy hegemónico y, por tanto, dominante no deja apenas ni un resquicio para hacer política. Es una vana y penosa ilusión el creer que en una deformación social pornocapitalista pueda existir algo parecido a la democracia. Han sido tantos siglos de dominio atroz que algunos no paran de ejercer el oficio de diletantes magos de la confusión. Y le colocan a cualquier oligarquía de psicópatas esquizofrénicos la etiqueta "democracia" como si sus formas de conducir lo social no entrara en colisión con la categoría política a la que de manera falsaria le intenta dar un mágico uso.
Si hubiera una mínima posibilidad de practicar el libre juicio de conciencia entonces se podría vislumbrar una mínima rendija por la que se nos colaran pequeños rayos de democraticidad.
La democracia necesita como paso previo de una ciudadanía libre que pueda comprender, debatir y arreglar los problemas con los que convive. Y para eso se necesita sobre todo tiempo. Tiempo de vida. Ocio. Derecho a la pereza le llamaba Pablito Lafargué. En este mundo actual en el que nos vamos malmuriendo en un estercolero químico, farmaceútico y radiactivo un capitalismo catastrófico nos elimina esa mínima capacidad de decisión sobre lo más propio de cada cual: el ocio necesario para pensar y actuar con libertad. Ni siquiera el criminal sistema de la pena capital deja posibilidad para ejercitar el liberalismo. Esa es una mentira más con el que nos lían las pseudoizquierdas altermundialistas que desconocen el valor auténtico de la libertad real para todos. El capitalismo no deja títere con cabeza. Destruye radicalmente -esto es, de raíz- hasta la mínima posibilidad de universalizar lo público, lo comunitario, lo ciudadano. Y necesita para su pérfido funcionamiento crear en su lugar una fuerza destructiva que se vende a diario en su puto mercado por un miserable salario. En esa fuerza pusieron sus esperanzas dialécticas algunos de nuestros maestros. La realidad más miserable se impuso de una manera cruel.
Después de un siglo XX de carnicerías planetarias el desarrollo de las más increíbles tecnologías no se dedicaron a sembrar las semillas de una ciudadanía libre sino a esparcir por doquier una modernidad horrible que ha invadido hasta las áreas más íntimas de los seres humanos. Al parecer nadie debe estar agusto consigo mismo. Cada cual precisa de inclasificables cirugías estéticas para adaptarse al tétrico juego de las identidades asesinas: sean nacionales -nacionalistas-, sexuales -transexualistas-, religiosas -fundamentalistas-, etc.
El cansino juego de las modernidades nos conduce sólo a callejones sin salida.
Hay que aprender a rechazar la lógica destructiva del capital mediante una radical cirugía ética que permita al ser humano no permanecer enganchado a las tecnologías laboralistas sino vivir creando espacios de ciudadanía libre gracias a la lucha social por la quietud, la firmeza, la serenidad y la generosidad. Valores que están en las antípodas del acelerado y fugaz torbellino al que nos somete la cruel modernidad del catastrófico capitalismo de nuestros pésimos días.

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