La censura literaria en el Reino de los Bribones Francobourbónicos
y más allá
15julio2mil9
Hay en España quien, ingenuamente, aún asocia el acto de la censura literaria –y el de la autocensura- con la dictadura franquista. Y no anda del todo errado el que realiza tal asociación: desde 1936 y durante las siguientes cuatro décadas todo lo que se publicaba en España estuvo sometido a estrictos mecanismos de control por parte del Régimen.
Sin embargo, en la España de nuestros días existe también la censura literaria, aunque distinta a la del franquismo. La actual es una censura impuesta por el mercado editorial, y los filtros que aplica no son sólo de carácter moral o ideológico, como ocurría con la anterior censura, sino que tienen que ver también con la calidad de las obras.
Salvo raras excepciones –por ejemplo los modestos éxitos editoriales de Noam Chomsky o de Naomi Klein, autores de obras muy críticas con la economía de mercado, pero que tienen sus peros- cualquier manuscrito que ponga en duda la idoneidad del sistema capitalista es automáticamente desechado por el editor, o condenado a publicarse en editoriales marginales de escasa difusión.
Pero la censura que más perjudica al lector no es la ideológica, sino la que filtra la calidad de las obras. El afán del Sistema de generar una ciudadanía simple, ignorante, sin la menor capacidad crítica, infantil, y -en definitiva- sumisa, fomenta que el nivel educativo y el de los mass media sea cada vez más bajo y que cualquier obra audiovisual o escrita de gran difusión contribuya, por su escasísima calidad, al embrutecimiento de la población. En semejante contexto es imposible encontrar entre las obras de reciente publicación algo que se aproxime en calidad literaria a lo escrito por Valle-Inclán, Baroja, Cortázar o Borges. Estos cuatro autores, si hubiesen querido publicar en la actualidad -sin tener que recurrir a un blog en internet, a la autoedición o a pequeñas editoriales- hubiesen tenido que aplicar en sus obras una profunda autocensura consistente en una rebaja sustancial de la calidad de sus escritos.
Al igual que ocurriera con el Blas de Otero de Pido la paz y la palabra o con la Ana María Matute de En esta tierra, la autocensura es un requisito ineludible para el buen escritor que desea publicar en nuestros días. Esta autocensura consiste fundamentalmente en reescribir –y mutilar en muchas ocasiones- un primer borrador de la obra. Donde teníamos personajes complejos los convertimos en personajes planos, donde había un diálogo conseguido lo adulteramos para que carezca de naturalidad, donde había un lenguaje cargado de matices lo empobrecemos hasta que suene impersonal y hueco. Se trata, en definitiva, de una búsqueda constante –y a menudo inalcanzable- de la mediocridad. En este sentido sabemos que el escritor mediocre parte, a la hora de publicar, con una envidiable ventaja: no necesita sustraer la calidad literaria de un borrador previo pues lo que le sale a la primera es más que suficiente para que los editores se froten las manos.
Un buen ejemplo de autocensura, en este caso extranjero, he creído encontrarlo en el best-seller El código Da Vinci, del escritor estadounidense Dan Brown. A mi juicio, la obra que conocemos de Brown, manifiestamente mediocre, fue sometida a un complejo proceso de autocensura. La vaguedad de El código Da Vinci, su logradísima simpleza, no parecen fruto de una azarosa primera escritura, sino de la esforzada conversión de un manuscrito probablemente genial en una ramplona novela de usar y tirar. Uno alberga la esperanza de poder tener algún día acceso al manuscrito original (sin autocensura) y ser testigo de una sublime e innovadora manera de narrar. Algo parecido espero de otras obras que hoy ocupan las primeras posiciones de las listas de ventas. Casi todas se me antojan verdaderas obras maestras que poco o nada tienen que envidiar al Quijote o a La Divina comedia, pero que, debido a la naturaleza deficiente requerida por el mercado editorial, tuvieron que vérselas con la autocensura.
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