domingo, 12 de julio de 2009

En una Puta suciedad pornocapitalista los exámenes sólo sirven para destruir la inteligencia lógica y para crear servidumbre voluntaria en los sujetos





Rafael Barrett


No es lo peor que los exámenes sean neciamente inútiles, sino que sean inmorales, que se monte un complicado mecanismo y se gaste un dinero precioso en corromper a la juventud.

En primer lugar, el resultado de un examen es cuestión de suerte. Se sube o se baja la nota según el paciente soporte un número limitado de preguntas dirigidas al azar. Notemos que en cuanto deja el profesor de interrogar a ciegas, es decir, cuando hace de abogado, o de fiscal, y especula sobre lo que le contestará su víctima, se sale de lo equitativo y favorece o perjudica a los demás alumnos, tratados de otro modo. En el caso más decente, pues, cuando el juez no cede a recomendaciones, ni a personales simpatías o antipatías, ni al buen o mal humor de la digestión reciente, ni al cansancio de la jornada, sólo queda al acusado la defensa del azar. Injusticia o azar; es el juicio de Dios.

Como coronación de sus tareas del año, el estudiante, al ser armado caballero provisorio del saber, encuentra en su persona confirmada la ciencia por medio de un sorteo, cuando es precisamente la más alta misión de la ciencia combatir el azar, rechazarlo, ahuyentarlo, desterrarlo en lo posible del humano horizonte. Acoger y amar el azar, llamarlo, explotarlo, será siempre un suicidio de la razón y hábito propio de fracasados, aventureros y tahures. Cosa grotesca: la geometría, por ejemplo, el álgebra, el conjunto de las más rigurosas y fecundas leyes intelectuales, cortado en cincuenta o cien trozos, con una cifra pegada sobre cada uno, para sortearlos con pedante ceremonia. ¡La mesa de examen es una mesa de juego, y no se comprende por qué no hay código contra ella, ya que lo hay contra la ruleta y contra la baraja!

Esta lotería pedagógica conduce a la impostura. Tres señores, sin más datos confesables que los que la casualidad les proporciona en algunos minutos, firman un documento donde consta su descarada, absoluta e inexorable opinión, precisa hasta el matiz sobre el total de los conocimientos del candidato en una materia. Por mucho que semejante farsa, impuesta por la costumbre, prepare el ánimo de los jóvenes a la farsa más peligrosa de los tribunales de justicia, legítimo es lamentarnos de verla pomposamente practicada por los mismos encargados de inculcar la sinceridad austera sin la que son estériles los esfuerzos del sabio. ¿Qué respeto, qué consideración conservarán los discípulos hacia el maestro, cuando, después de un año de culto a la verdad y al orden, le contemplen juguete del azar y cómplice de la mentira? Ningún respeto, y además ninguna fe. Perdida la confianza moral, se pierden todas las confianzas. Si se empieza a dudar de la rectitud del hombre cuyo oficio es enseñar, se acabará declarándole ignorante, falsificador no sólo de la justicia, sino de la ciencia, que no puede ser injusta. Es que lo inmoral no consiste en que todavía estemos sujetos grandemente al negro azar, y en que muchos de nuestros hermanos sean servidores de la iniquidad y del engaño, sino en nuestra actitud ante ello. Lo inmoral no es que exista el mal, sino cederle. Lo inmoral es recibirlo, instalarlo en nuestro corazón y glorificarlo públicamente, como hacen los exámenes.

Todo está unido. La aparentemente pequeña inmoralidad que estoy analizando deriva de una inmoralidad mayor. El sistema de enseñanza entero es inmoral. No se debe permitir que el Estado, cuyo único objeto es reprimir la violencia y hacer cumplir los contratos, se meta a criar una casta especial de dómines y los imponga al pueblo. En los colegios y en las universidades, establecimientos burocráticos, condenados a la misma carcoma rutinaria e intrigante que el ministerio de que dependen, es imposible profesar ni aprender dignamente la ciencia. El gobierno es conservador; la ciencia, revolucionaria y su peor enemigo. La ciencia estará siempre detenida y desfigurada por el artefacto administrativo, que no anda si no le untan manos culpables. Un diploma no es más que una patente de resignación, o un premio al desparpajo, a la memoria y a la charlatanería. Al terminar su carrera oficial, esmaltada de saineterías de seminario y ayudada por habilidades de político, habrá de volver a comenzarla por su cuenta, y en serio, el honrado ciudadano a quien repugne abusar del terrible poder social que le confiere la marca que en el anca lleva. Porque es así: no se tolera que se venga un puente abajo, como ha ocurrido hace poco en Ponts de Cé, sin que un título sellado legalice la ineptitud del profesional. El mismo requisito ha sido necesario para que entre nosotros se haya envenenado con ácido fénico a los enfermos, y se le haya abierto el vientre, creyéndolo ocupado por un tumor, a una mujer encinta.

¡Qué lentitud en barrer esos restos sacramentales de un pasado teológico! ¿Acaso exigimos a un zapatero, a un sastre, diplomas universitarios? ¿Corremos por ello riesgo alguno de ir desnudos o descalzos por la calle? Lo esencial es que hagan buena ropa, buenos botines, en lo que no hay trampa. Las profesiones han de probarse por sus obras, como las virtudes, y han de emanciparse del vergonzoso monopolio gubernamental, forzosamente envenenado por el virus político. El privilegio doctoral ha de suprimirse como han ido suprimiéndose los demás privilegios. Significativo es que las empresas ferrocarrileras, industriales, bancarias, organismos enormes y complejos cuya dirección supone excepcionales dotes, se confíen a particulares desprovistos de toda estampilla al dorso, pero no de su historia de obreros útiles. Hace ya siglos que las energías creadoras se han apartado de la mohosa maquinaria académica. Pasteur, renovador de la medicina, no era médico. Quintón, que la renueva ahora, tampoco. Sabido es que en arte no se avanza sin dar un puntapié al dogma catedrático del momento. Y no hablemos de los inventores mecánicos de nuestra época, que sin haber saludado al magister de texto han cambiado la faz del mundo.

Sí; la enseñanza en uso es inmoral porque no es libre, y los exámenes, ruedecita de ese equivocado engranaje, tenían que funcionar mal y ser también inmorales. ¿Remedio? Abolirlos. ¿Cómo? Muy sencillo. Para que haya exámenes es preciso por lo menos el alumno. Pues bien, abolir los alumnos. Huelga de estudiantes. Trabajar mucho todo el año, y al llegar el interrogatorio inquisitorial, buenas noches. Algo resultaría.



Publicado en "El Diario", Asunción, 18 de noviembre de 1907.


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