En agosto de 1977 sentí que no tenía tierra bajo los pies. Había llegado a Lima luego de un accidentado periplo por Argentina, Uruguay, Brasil, Paraguay, nuevamente Argentina, Bolivia, y finalmente Perú. No podía quedarme en ninguna parte, eso era el exilio y, de pronto, en una calle de Lima vi a mi viejo amigo “Chiclayo” Pérez junto a uno de los grandes escritores latinoamericanos: el ecuatoriano Jorge Enrique Adoum.
En cuanto supo que era chileno y de los jodidos, el autor de “Entre Marx y una Mujer Desnuda” me abrazó, y a partir de ese gesto nació una amistad que se prolongó en Quito primero, y luego en los encuentros en París, al amparo de la formidable hospitalidad de Jorge Amado y Zelia, o en los fax desteñidos por el tiempo.
Un día de agosto de 1977, desde un bar limeño, Jorge Enrique Adoum hizo varias llamadas telefónicas al Ecuador solicitando un visado, hasta que un funcionario de Relaciones Exteriores le pidió que, para ahorrar tiempo, le dictara el mismo las características del visado. Al día siguiente la embajada ecuatoriana en Lima me entregaba un salvoconducto absolutamente inusual, sobre todo si era emitido por una dictadura, la del general Rodríguez Lara, “El Bombita”, y que me autorizaba a residir en Ecuador durante todo el tiempo que considerase necesario. Además, aquel documento dictado por Adoum, adornado con varios sellos y firmas, invitaba a las autoridades ecuatorianas a dar todo tipo de facilidades el licenciado Sepúlveda, para el éxito de sus gestiones. Desde aquel momento, el trato entre el autor de “Los Cuadernos de la Tierra” e “Informe Personal sobre la Situación” fue de Doctor Adoum y Licenciado Sepúlveda, pero en Quito, al calor de unos canelazos éramos El Turquito y Lucho, dos tipos que recorrían las cantinas quiteñas, amanecían entre los puestos multicolores de la Avenida 24 de Mayo, y con lágrimas en los ojos cantaban; yo quiero que a mi me entierren como a mis antepasados, en el vientre oscuro y fresco de una vasija de barro.
En aquellos años, en Quito había una sorprendente cantidad de chilenos, argentinos y uruguayos, según todos, de paso, mientras la oficina de refugiados de Naciones Unidas decidía nuestros destinos. La mayoría estaba en una situación de limbo legal, eran frecuentes los arrestos, la temida policía de migraciones al mando del mayor Jarrín aterrorizaba con sus redadas y, gracias a mi salvoconducto, creo que era uno de los pocos a salvo de ser extraditado. Cada vez que caí en una redada, y fueron varias, presentaba el documento debidamente plastificado, y el “siga no más, licenciado” de los policías me llevaba a telefonear eufórico al Turquito para informarle que el dichoso papel todavía funcionaba.
Cuento esto, porque frente a mi tengo una foto del Turquito, porque mi amigo Jorge Enrique Adoum me hizo repetir muchas veces esta historia, porque lo quiero mucho y con rabia, porque se me fue de la vida y ya está reposando como sus antepasados, en el vientre oscuro y fresco de una vasija de barro.
Lo recuerdo en nuestro último encuentro, hace un par de años en Povoa do Varzim, en Portugal. Viajábamos en el bus de Correntes da Escritas, un hermoso encuentro literario, y El Turquito encandilaba con sus dotes seductoras de muchacho octogenario, con sus chistes soviéticos tan maravillosamente bien contados y que hacían llorar de alegría a Rosa Montero.
Sus ojos de miope ilustre se iluminaban al hablar de Neruda, de sus años como secretario y amigo del poeta. El Turquito tenía por costumbre vivir en nombre de muchos y, así, a la hora serena de compartir un trago bebido con todo el sentimiento posible, bebía sorbitos a la salud de Neruda, de Roque Dalton, de Otto René Castillo, de Javier Heraud, de Paco Urondo, de sus compañeros generacionales caídos en la lucha por la dignidad latinoamericana.
Jorge Enrique Adoum se apuntó a todas las causas justas y se jugó por ellas desde su condición de intelectual lúcido, de novelista de garra, de poeta enorme y de compañero imprescindible.
Pienso en él, miro su foto, y la memoria me lleva hasta el Quito de casas blancas en donde hicimos tantos planes mirando el amanecer andino, o cuando sentados en la parte más alta de El Batán, en la casa de Oswaldo Guayasamín, imaginábamos el fin de las dictaduras y un continente latinoamericano habitados por hombres y mujeres cuyo gentilicio sería la palabra hermanos.
Nos va a faltar el Turquito. Me va a faltar mi amigo y compañero Jorge Enrique Adoum a la hora de seguir soñando, porque entre las muchas cosas que me enseñó está el valor de los sueños compartidos.
Pero él sigue soñando, desde sus libros, y en el vientre oscuro y fresco de una vasija de barro.
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