Revisando viejos papeles de esos que uno guarda sin saber por qué, encontré un contrato de trabajo que me hizo un canal de televisión de Guayaquil en el año 1978, hace más de treinta años, y ese documento me contrataba junto a mi amigo Jorge Guerra, el inolvidable Pin Pon, para “diseñar una programación de alto contenido cultural, coherente con el objetivo central de la televisión que es ser un vehículo cultural”.
Un vehículo es un objeto que puede volar, ir sobre raíles, en el agua, y en carreteras llevando personas o cosas, también puede ser algo sin forma definida y que navegue a través de las ondas. El que diseña la programación de un canal de televisión viene a ser una suerte de ingeniero encargado de pensar un vehículo que vaya en una dirección determinada, a saber para adelante, para atrás, arriba, abajo, hacia los lados, es decir que las posibilidades de movimiento son muchas y todas muy estimulantes. Eso pensamos mi amigo Jorge Guerra y yo, mientras viajábamos de Quito a Guayaquil, en ese país llamado Ecuador y que fue una parada en nuestros respectivos exilios.
En aquel canal de televisión se veía la “carta de ajuste” y a partir de las doce del día empezaba la programación hasta las dos de la noche. A esa hora, un plano mostraba la bandera ecuatoriana, se escuchaba el himno nacional y una vez terminado volvía a aparecer la carta de ajuste llenando la pantalla hasta el día siguiente. Es decir que teníamos que llenar catorce horas de programación cultural y tamaño desafío nos llenó de entusiasmo mientras desayunábamos con patacones de banano y café cerrero en la terminal de buses. En las oficinas del canal nos dijeron que debíamos considerar los dos bloques informativos, de media hora cada uno, lo que nos dejaba trece horas para llenarlas de cultura, pero un directivo nos recordó que entre programa y programa había tandas publicitarias de quince minutos cada una, y nos recomendó no olvidar las dos horas dedicadas a la información deportiva después de las noticias, ni el espacio espiritual comprado por la iglesia católica y mucho menos La Hora del Señor, un espacio comprado por la iglesia evangelista de los santos de los últimos días y que también duraba una hora.
Ni Jorge Guerra ni yo éramos unos genios de las matemáticas, pero tras un rápido cálculo dedujimos que en realidad disponíamos de algo así como siete horas para llenar de programación cultural. El desafío continuaba siendo muy estimulante.
Lo primero que diseñamos fue un espacio dedicado a los niños y que iría entre las seis y las siete de la tarde. El maravilloso Pin Pon, que enseñó a lavarse los dientes a millones de niños chilenos, a diferenciar entre la verdad y el engaño, a reconocer las notas musicales y que de los tres colores básicos nace la pluralidad cromática que hace bella la vida, conquistaría a los niños ecuatorianos. Eso pensamos, y ya llenos de entusiasmo añadimos un programa que se llamaría Tarde en el Cine, en el que cada día se comentaría una película latinoamericana durante diez minutos antes de su proyección. Para las tardes de domingo , y porque ambos éramos fanáticos seguidores de las películas protagonizadas por Jean Gabin, Lino Ventura y Alain Delon, diseñamos un espacio titulado “l`écran” (qué afrancesados éramos) dedicado al cine francés. Finalmente, diseñamos un programa en que se hablaría de libros, otro dedicado a los grandes documentales históricos, y la joya de todo fue un concurso para guionistas de telenovelas.
A los directivos todo aquello les pareció bien, por lo menos eso dijeron, pero luego nos indicaron que entre las noticias y los programas de las iglesias había varios concursos de baile, otro de señoritas postulantes a ser Miss Ecuador, además de las series norteamericanas Bonanza, viaje a las estrellas, el agente de Cipol, mi bella genio, el gran chaparral y los intocables.
El desafío se tornaba cada vez más pequeño y sin embargo seguía siendo estimulante, así que para ahorrar mayores discusiones preguntamos de cuánto espacio disponíamos. Uno de los directivos se rascó la cabeza antes de responder y dijo que en realidad la idea consistía en un programa de quince minutos, en que se harían preguntas con tres opciones de respuesta, dos equivocadas y una acertada. El programa podía llamarse, por ejemplo, “cuánto sabe usted”, contaría con el patrocinio de electrodomésticos Durán y los concursantes ganarían semanalmente una afeitadora eléctrica. Las preguntas, de alto contenido cultural, deberían versar sobre temas que la gente más o menos conociera, porque la cultura es para que el público se sienta bien y no se complique la vida. Si nos parecía acertado, nuestro programa iría justo antes del cierre, a la una y cuarenta y cinco de la noche, siempre y cuando no hubiera algún partido importante de fútbol.
Curiosamente, luego de esa entrevista ni Jorge Guerra ni yo odiamos la televisión. Regresamos a Quito, en otro canal menos pretencioso en sus alcances culturales hicimos un programa de miscelánea, una suerte de telenovela humorística llamado “Intimidades de la Familia Chiriboga” que duró muy poco pues los personajes insistían en mofarse del gobierno. Al poco tiempo Jorge Guerra se fue a Cuba, en la isla su personaje Pin Pon fue la delicia de dos generaciones de niños cubanos y yo también seguí mi camino.
Jorge Guerra regresó a Chile en 1988, luchó a su manera para derrocar a la dictadura, su personaje Pin Pon, el niño eterno agitó en las barriadas, estuvo en las barricadas, y volvimos a vernos en 1998, al calor de una botella de vino que nos hizo recordar con amor nuestros años de exilio ecuatoriano.
Mi amigo Jorge Guerra murió en Chile, en febrero de este año, y lo siento a mi lado mientras reviso un viejo documento que nos hizo soñar ser los genios de la televisión.