miércoles, 12 de diciembre de 2007

Un Puto cuento tan real como el Puto Reino de los Bribones borbónicos


Sadim, rey de Patraña




Según la mitología, Midas, el rey de los frigios y frigias, que diría Ibarretxe, fue obsequiado por el buen dios Baco con el poder de transformar en oro todo cuanto tocara, a diferencia de otros que tienen la propiedad contraria, esto es: convertirlo todo en excremento, en basura, en inmundicia. Y hablando de monarquías y de monarcas, dejen que les relate, verbigracia, la fabulosa historia del reino de Patraña y de su legendario rey Sadim, nombre que, como ya habrá observado el perspicaz lector, es anagrama inverso de su antagonista Midas.


Cuentan las crónicas que, todavía infante, el joven Sadim, jugando con su tierno hermanito a Guillermo Tell, le descerrajó un tiro en la cabeza. Ante su cuerpo aún tibio, juró a su padre que el luctuoso hecho fue un fatal accidente, en absoluto fruto de la envidia. Sin testigos que desmintiesen su versión, ésta fue aceptada como buena y, como en la canción de Rubén Blades sobre el matón de esquina Pedro Navaja, no hubo preguntas y el gun-boy salió de rositas del fratricidio.

Luego vendrían los días y las ollas, la vida placentera propia de un príncipe y su matrimonio con una descendiente del propio Midas. Su primer vástago fue una hermosa bebita de ensortijados y dorados cabellos. Pronto fue evidente su condición pasmada y hubo que recurrir a la Ley Sálica que promulgara en el siglo V Clodoveo I, rey de los francos, para salir del futuro atolladero, lo que destronó a su segunda hija aun antes de nacer. A la tercera fue la vencida.



Pero vayamos por partes



Mandaba por entonces en Patraña un viejo general, muy temido por las gentes de bien que, subyugadas, habían convivido con su extrema crueldad y conocían su enfermiza ambición, su entorchada megalomanía. Las huestes militares bajo su mando habían diezmado la población del país tras sublevarse contra el gobierno legítimo, y en los triunfalistas años posteriores acabaron con cualquier atisbo de inteligencia crítica, gracias, entre otras, a la colaboración necesaria de la piadosa Pesquisición y sus santos oficios.

El general tenía una desusada afición: en los descansos entre fusilamiento y garrote vil, hacía nudos. Sí, nudos. El tirano sabía hacer nudos de todo tipo: tejedor, carraca, ballestrinque, guirnalda, calabrote, briol, japonés, barrilete… del ahorcado, de yugo… Y todos los hacía magistralmente: lo que él enlazaba quedaba atado y bien atado para siempre jamás.

Por razones de Estado, el general ofreció al padre de Sadim, que era, además, el jefe de la Real Casa de los Bribones, educarlo bajo su tutela, a su uniformada imagen e irracional semejanza, para que, a su muerte, le sucediera al frente del país, perpetuando así su ideología ultra conservadora, patológicamente patrañolista. Sadim competía con el general en ambición y falta de escrúpulos. Así, por supuesto, se acogió a su protección abandonando definitivamente el hogar familiar para instalarse en el palacio dictatorial. Su nuevo mentor no tardó en dejar claras a Sadim las condiciones de su pacto. Cuando reinase, debería mantener en Patraña los principios que él había establecido: “Patraña una, grande y libre”, lo que, traducido el eufemismo, significaba “palo, palo y palo”. El ya príncipe de las Patrañas no dudó en aceptar el trato jurando por el Libro Sagrado que así sería.

Tras años de convivencia y connivencia en los que no faltaron espeluznantes actos de barbarie cometidos al alimón, al fin el dictador fue llamado a celestial capítulo y Sadim pudo ser coronado, erigiéndose en Rey de Patraña y Comandante en Jefe de Todos sus Ejércitos, los mismos que auparon en la jefatura del Estado a su predecesor. Pero el nuevo monarca, mucho más joven y mejor asesorado –dicen que contaba con la inestimable fidelidad del Manco de Levanto, conocido en todo el Estado patrañol por sus trapacerías– estando como estaba enterado del creciente descontento del oprimido populacho, optó por cambiar algo para que todo permaneciese igual. Bueno, todo no: su patrimonio habría de crecer sin mesura en pocos años.

Cuando, según la leyenda, Midas prefirió la melodía de una vulgar flauta a la de la lira del dios Apolo, éste, dolorido por el desaire, hizo que le crecieran orejas de burro. Desde entonces Midas las ocultó bajo un sombrero hasta que un barbero se enteró de ello y, para librarse del peso del secreto, confió a un agujero excavado en el suelo lo que sólo él conocía. Después de volverlo a llenar de tierra, se fue aliviado, pero con el tiempo germinaron juncos en el lugar, y el viento, al pasar a través de ellos, propaló el secreto por todo el mundo. Del mismo modo, nadie en Patraña ignoraba el pedigrí de los Bribones –por algo habían enviado al exilio a más de uno–, siendo proverbial el desenfreno del reinante pese a que los pregoneros oficiales, conjurados, falseaban la realidad palaciega, haciendo luz de gas a la plebe para que creyese que Sadim y su familia eran un dechado de virtudes.


El gaslight funcionó. Tanto y tan repetidamente lo alabaron que consiguieron que los habitantes de aldeas, pueblos y ciudades patrañolas, se rindieran a la inexorabilidad del teorema de Thomas, que, como saben, reza: “Si se define una determinada imagen de la realidad, esa imagen tiene efectos reales”, nunca mejor dicho. Exento Sadim de responsabilidad legal alguna por mandato expreso de la Magna Carta, y sabiéndose impune gracias a la indolencia y a la inopia intelectual de sus vocacionales súbditos, Patraña pasó a ser, ya sin tapujos, el gran cortijo de los Bribones, quienes se dedicaron a travesear a placer durante cada una de las cuatro estaciones de los años venideros. Y pese a algunos iconoclastas periféricos defensores de la causa pública (res publica en la lengua del Lacio), a cierto jefe indio contestón y a las extemporáneas interrupciones de la convivencia conyugal de la pasmada primogénita, fueron felices y comieron perdices hasta el fin de sus días. El pueblo, mientras, se entretenía viendo “Aquí hay cebolla” (Con alabanzas a la Puta Virgen para que les creciera la nariz...). El dinero no les daba para más; las meninges, tampoco.


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