Acto de presentación del libro “Leer con niños”, de Santiago Alba Rico, al que no pudo asistir su autor
¿Para qué sirve el Ministerio de Asuntos Exteriores?
Había una vez un escritor llamado Santiago Alba que vivía en Túnez con su esposa y sus hijos. Ni el escritor ni su esposa habían querido casarse pues consideraban que su amor no debía estar sujeto a trámites burocráticos. Había una vez un ministerio de Asuntos Exteriores de un país muy moderno llamado España, donde los homosexuales podían, como es justo, casarse y las parejas de hecho podían acceder a los derechos que durante mucho tiempo se les habían negado. Sin embargo, el ministerio de ese país tan moderno se negaba a reconocer que Santiago Alba merecía, por compartir su vida con Ana, el mismo pasaporte que tenían ella y sus hijos y que le daría derecho a obtener un permiso de residencia en Túnez.
Había una vez una embajada española y un ministerio tunecino que propusieron al escritor Santiago Alba convertirse en empleado doméstico de su esposa para así poderle conceder un permiso de residencia en Túnez con un trámite que en otros casos no dura más de una semana. El escritor aceptó la propuesta pues pensaba que era mejor convertirse en empleado doméstico imaginario que ofrecer su amor en prenda a una embajada. Llevó su pasaporte y sus papeles a la embajada y ésta los mandó al departamento de protocolo tunecino el 11 de noviembre de 2007, esperando que estuviera allí sólo una semana (o quizás dos o como mucho tres). Pero el departamento retuvo el pasaporte, y la embajada española de ese país tan moderno, a pesar de tener la capacidad de interpelar a las autoridades tunecinas para que acelerasen los trámites, no hizo nada. Como el cuento sigue, como está ocurriendo ahora, volvamos al presente. El escritor permanece retenido en Túnez desde hace seis semanas mientras la embajada española acepta la situación, más que irregular, de que un ciudadano español que no ha cometido ningún delito se vea privado de su pasaporte e impedido de volver a su propio país.
Santiago Alba, quien con tanta exactitud ha escrito sobre el horror y la guerra y las invasiones y las torturas e injusticias, cuando tiene que explicar su situación utiliza las palabras también con exactitud: “Como en la embajada saben muy bien quién soy y a qué me dedico, lo que no me ofrece la menor duda es que no están precisamente preocupados por todos los perjuicios que me están causando”. Esto es todo lo que el escritor dice: “no están precisamente preocupados”. Porque Santiago Alba detesta el victimismo y nunca se haría pasar por víctima aunque lo sea. También nosotros lo detestamos, sabemos que hay daños muchísimo más graves que el que está padeciendo Santiago. Lo que nos ocurre es que, a diferencia de la embajada, sí que estamos preocupados. Mucho. Porque pensamos que vivimos en un país cuyo ministerio de Asuntos Exteriores se hace cómplice, por omisión, del destierro de un ciudadano. Y pensamos que el atropello de los derechos importa siempre, incluso en los casos más leves, o en los medianos, como éste. Atropellar la ley se parece mucho a atropellar el lenguaje. Si a lo que yo llamo bicicleta, tú me obligas a llamarlo goma de borrar, no habrá terreno común, no habrá posibilidad de argumentar, de razonar, de comprender. Estamos preocupados y extendemos nuestra preocupación, a través de este acto, a todas las personas que puedan de algún modo intervenir.
Ahora vamos a hablar un poco del libro donde Santiago Alba se pregunta para qué sirven los niños y las niñas y, por lo tanto, para qué sirve la diferencia entre lo bueno y lo malo, lo horrible y lo maravilloso. Un libro muy bello y tanto más necesario cuando, hoy, esas diferencias parecen confusas a la mayoría de las personas. Los niños y las niñas, nos dice Santiago Alba, sirven para aprender a cuidar. Es una afirmación delicada, en el sentido de fácil de lastimar o romper, sentido que no está lejos del que Santiago Alba atribuye a lo real: “Llamamos”, dice, “real a todo que una vez roto no puede recomponerse; a todo aquello que, una vez destruido, no puede ser reconstruido”. Real como un haya, real como un ciervo, real como la economía ecológica, real como los análisis feministas, muchos de ellos marxistas, que llevan años hablando de la economía de los cuidados.
El pensamiento económico convencional considera, como saben, a los agentes humanos especies de centros de computación, radicalmente desvinculados unos de otros y en constante competencia, ocupados todo el tiempo en calcular las opciones y estrategias que, en cada caso, reporten mayores beneficios individuales. Para mostrar lo patético que resulta partir del supuesto del centro de computación egoísta a la hora de explicar los hechos más elementales de la vida humana, el ensayista Luis Alegre pone el siguiente ejemplo: “Pensemos”, dice, “en como se podría explicar el hecho innegable de que bastantes seres humanos tiendan a cuidar generosamente de sus hijos. Podría aducirse que lo hacen para lograr el “objetivo egoísta” de tener quien les cuide a ellos en la vejez, pero entonces resultaría inexplicable por qué los padres cuidan también a sus hijos incluso cuando éstos tienen alguna enfermedad terminal”. La afirmación de Santiago Alba, tanto como la de Luis Alegre, tanto como la economía ecológica y la economía feminista, impugnan el pensamiento económico convencional que es hoy el pensamiento político convencional, y el pensamiento ético convencional, etcétera.
Supongo que todos hemos visto alguna vez una de esas películas en donde una computadora o un robot no comprenden cosas que a las personas les parecen obvias, no entienden un chiste, o por qué alguien se ruboriza, o para qué sirve cuidar. Lo que Santiago Alba ha llamado “nuestra cordura nihilista” nos ha conducido a un sitio no muy distante del de ese robot que no comprende en qué consiste ser humano, esto es: pertenecer a una especie animal que escribe y fabrica herramientas de gran complejidad y enuncia leyes y, como otras especies animales, cuida a las crías, a los cachorros, a los niños. Nuestra cordura nihilista, también llamada capitalismo, hace que tengamos que preguntar por lo evidente. He dicho alguna vez que el libro de Santiago Alba era delicado y brutal. Es delicado como lo vivo. Es brutal porque siempre incorpora violencia tener que preguntar por lo evidente: la violencia de otros sobre nosotros, y la violencia, también, de quien se quita de encima unas manos que le oprimen y le impiden respirar.
Siguiendo el ejemplo de Santiago Alba, voy a preguntar por lo evidente. Y lo evidente es, como decíamos al principio, que Alba no está aquí, presentando su libro. Pero hay otras cosas también evidentes para quienes tenemos los datos, y que hoy voy a permitirme compartir. Es evidente, y acaso mínimo o acaso no, que en septiembre de este año hicieron a Santiago Alba una larga entrevista para el periódico El País con motivo de este libro, Leer con niños. Es evidente que todavía no la han publicado. Y es también evidente que a Santiago Alba le parece irrelevante, innecesario y absurdo, dedicar un artículo a protestar por el hecho de que un medio de comunicación capitalista no publique una entrevista que sin embargo le hizo, que se prolongó más de dos horas y que, en términos capitalistas, le impidió trabajar y producir durante ese tiempo. No obstante, a mí me gustaría preguntar aquí por las pequeñas tragedias íntimas de los periodistas a quienes encargan entrevistas y que las hacen pero luego pasan semanas y meses sin que puedan publicarlas. ¿Qué habrá pensado la periodista que entrevistó a Santiago Alba? ¿Qué razón le habrán dado? ¿Quizá que Santiago ha escrito junto con Carlos Fernández Liria un artículo donde critica no sólo el carácter extrajurídico de la sentencia del sumario 18/98, sino también el alborozo con que la hemos aceptado y cómo no hemos podido dejar de saber que el contenido punitivo de esa sentencia estaba sujeto a los vaivenes de las fallidas negociaciones de paz y al calendario electoral? O puede que le hayan dicho que Santiago Alba ha escrito artículos no falsos sobre Palestina, sobre Iraq, sobre Cuba, sobre Venezuela. O puede, es lo más probable, que no le hayan dicho nada. Que la periodista haya tenido que conformase con un “no vamos a sacarla ahora” o cualquier otra frase. En esto se acaban convirtiendo nuestras vidas de cuerdos capitalistas, en no poder decidir, en no poder preguntar, en no poder intervenir y que no poder hacerlo nos parezca lógico.
Cuando Santiago Alba me pidió que viniera aquí, me dijo que hablara “de lo que siempre hay que hablar: de la literatura que nos falta, de la que está por hacer”. Pero yo he venido a desobedecerle para hablar de la literatura que no nos falta y que sí tenemos, la que él escribe cada día. En su libro Leer con niños, no sólo logra explicar para qué sirven los niños y las niñas, e incluso para qué sirve que nos lo preguntemos. También consigue explicar que los libros podrían llegar a servir para algo bueno. Por eso quiero terminar dedicándole unas palabras de Conrad que describen muy bien los cuentos maravillosos que jalonan Leer con niños, y nos revelan para qué sirve este libro de Santiago Alba:
“Tendemos a olvidar”, dijo Conrad, “que el camino de lo excelso es, en lo intelectual, a diferencia de lo emocional, la humildad. Lo que uno siente tan irremediablemente estéril en el pesimismo declarado es tan sólo su arrogancia. Parece que el descubrimiento hecho por muchos hombres en diferentes momentos de la historia de que es mucha la maldad existente en el mundo, fuese fuente de orgullo y de inconfesable alegría para no pocos de los autores modernos. Esta disposición de la mente no es la más apropiada para abordar seriamente el arte de la Ficción [...] Ser esperanzado en un sentido artístico no implica necesariamente creer en la bondad del mundo. Basta con creer que no es imposible que sea así”.
Agradezcamos pues, a Santiago Alba, que a pesar de los pesares nos enseñe a comprender que no es imposible la bondad del mundo.
Muchas gracias por su atención.
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