martes, 25 de diciembre de 2007

Sobre la putrefacta suciedad pornocapitalista

Guy Debord
Eduardo Subirats Rüggeberg Reseña de dos diagnósticos acerca del Pornocapitalismo y sus paranoias
Guy Debord El planeta enfermo (ed. Anagrama, Barcelona, 2006)
Eduardo Subirats La existencia sitiada; (ed. Fineo, México, 2006).

La frase que citamos a continuación, ¿no parece escrita hoy: “El mundo racional producido por la revolución industrial ha liberado racionalmente a los individuos de sus límites locales y los ha unido a nivel mundial (…) Los bárbaros ya no están en los confines de la tierra: están aquí, constituidos como bárbaros precisamente por su participación forzada en el mismo consumo jerarquizado” (p. 33). Pues no, la escribió en 1966 un hombre de inteligencia aterradora, que unía a su lucidez observadora un asombroso don de clarividencia: el filósofo francés Guy Debord, prematuramente desaparecido en 1994.Anagrama ha publicado bajo el título de El planeta enfermo tres textos que tienen en común la atención del filósofo por el presente, en el momento de su redacción. Les une, además, la agudeza de esa observación ad hoc. Así, comentando los terribles sucesos que tuvieron lugar en Watts, el barrio negro de Los Ángeles, en 1966 –que prefiguraban los ocurridos treinta años después– Debord analiza los métodos de reacción y las causas, para sentenciar: “el país industrialmente más avanzado no hace sino mostrarnos el camino que se seguirá en todas partes si no se echa abajo el sistema” (p. 35). La única diferencia entre entonces y ahora es que el sistema norteamericano ya no puede derribarse… porque está en todas partes. Y el modo en que se ha impuesto a lo largo y ancho del mundo es el espectáculo, ese concepto central de la filosofía de Debord, al que dedicó su clásico La sociedad del espectáculo y los Comentarios a la sociedad del espectáculo, títulos ambos publicados también por Anagrama. De hecho, buena parte de los argumentos contenidos en El planeta enfermo son lugares revisitados de la segunda parte de La sociedad del espectáculo, titulada “La mercancía como espectáculo”, aunque añaden una luz particular al ser arrojados a los hechos del periódico.Dentro del último ensayo, un inédito que da título al libro, Debord escribía -en 1971- reflexiones que veinte años más tarde expondría Barry Commoner, en su libro En paz con el planeta. Ambos alertaron de los riegos que genera una sociedad como la nuestra, y en las dificultades de controlar la aplicación por las empresas de sus compromisos de no agresión ambiental. Debord iba más allá que Commoner, a quien quedaba cierto optimismo, para sentenciar que la situación de nuestro planeta es terminal: “todo el conocimiento científico (…) ya no discute sino el plazo que queda y los paliativos que, de aplicarse con firmeza, podrían alargarlo un poco” (p. 77). El diagnóstico de Debord es tan preocupante como extendido: en esta cuestión todos sabemos que la actual política fabril y contaminante conduce a la extinción del entorno medioambiental, y todos pensamos a la vez que ya vendrá alguien a arreglarlo; quizá confiemos, como apunta Debord con agudeza, que los ricos necesitan algún planeta para seguir siéndolo, y que ellos mismos acabarán teniendo que poner los medios, ya que la contaminación es lo único que ha igualado a las clases (p. 80). Como análisis de nuestro tiempo, la obra de Debord, sobre todo en lo tocante al espectáculo, no ha sido superada. Mientras que a muchos filósofos contemporáneos se les lee con un asomo de admiración o distancia, leyendo a Debord tiene uno la obligación, no pocas veces irritante, de reconocer que pura y simplemente tiene razón.


El espectáculo es también uno de los temas preferidos del filósofo Eduardo Subirats (Barcelona, 1947), profesor de la New York University y una de las figuras más interesantes –e incómodas– del panorama del pensamiento español contemporáneo. Subirats, que ha estudiado bien a Debord, aborda en su último ensayo, La existencia sitiada (Fineo, México, 2006), la realidad o falta de realidad de nuestro mundo tras su reemplazo imaginario y visual por una “realidad suplementaria (…) una superrealidad integral o un sistema hiperreal del espectáculo global” (p. 28). A su agudo juicio, hay una “indistinción objetiva entre lo real y el espectáculo y (…) la verdad compulsivamente impuesta de slogans e imágenes mediáticos que no poseen ninguna realidad” (p. 29). En la órbita del Baudrillard de El crimen perfecto, se sostiene que los medios de comunicación no son un sistema de representación, sino “una realidad concebida, editada, producida y globalmente difundida como un montaje” (p. 42). En términos similares se expresaba hace tiempo Román Gubern: “la densa y omnipresente iconosfera contemporánea tiende a reemplazar nuestra experiencia directa de la realidad por una experiencia vicarial e indirecta de la misma, intensamente mediada (y, por tanto, interpretada), en forma de mensajes manufacturados por expertos de las industrias culturales, aunque oculten celosamente su condición filtrada, manipulada o tergiversada” (1).


El modo de operar, según Subirats, es fácilmente reconocible: Los medios actúan rompiendo el discurso real, y reordenándolo de nuevo, en una práctica del montaje que suele dejar fuera lo más importante (p. 27), justo aquello que necesitamos como ciudadanos para hacernos una correcta idea del problema en cuestión.Subirats cree que hemos pasado del predominio de lo militar sobre lo civil que Schmitt veía como fundador de la modernidad política, a la sustitución de los elementos de dominio y control: “las decisiones más criminales se imponen con mayor eficiencia a través de la retórica de la seducción” (p. 41): no hace falta justificar con mecanismos militares la invasión de un país, sino seducir con la imagen de qué hermoso sería el mundo con la desaparición de cierto dictador, de cierto gobierno, de cierta idea. Dentro de esas estéticas de la desaparición, por utilizar un término de Virilio, se ha llegado incluso, a abordar filosóficamente, sobre todo desde posturas cientifistas (no muy lejanas a veces de la ciencia-ficción) la desaparición del hombre, al menos tal y como ahora lo entendemos. El filósofo Víctor Gómez Pin, en otro ensayo reciente, Entre lobos y autómatas (Premio Espasa de Ensayo de 2006), dice que “la utopía de la superación del hombre por la vía de la artificialidad cibernética se hermana así con la utopía de la superación del hombre por dilución de las fronteras que lo separan del mundo animal. El despliegue potencial de las tecnologías digitales tendría, pues, complemento en una suerte de pulsión mística, de retorno a formas de espiritualidad que la Ilustración (…) parecía haber dejado atrás” (Espasa, Madrid, 2006, p. 14). Sin embargo, para Subirats, la superación de lo humano ha encontrado otros caminos alternativos: “Los medios electrónicos (…) constituyen un sistema complejo de instrumentos, de softwares, poderes institucionales, agentes subalternos y códigos formales. Son dichos aparatos, y sus formas jerárquicas espacio-temporales, los que operan como sistema constitutivo de la realidad electrónica. Son los códigos lingüísticos electrónicamente definidos los que constituyen subestructuralmente la nueva ‘forma cultural global’ y los nuevos sujetos ‘posthumanos’” (p. 23).

El ensayo de Subirats recoge ideas ya presentes en otros libros suyos, como Culturas virtuales (2001) o Viaje al fin del paraíso (2005): la destrucción del planeta, la globalización icónica, la tendencia al vacío del arte contemporáneo, la catástrofe belicista y nuclear de la política mundial, y las perplejidades de una conciencia crítica ante ese desolador panorama. Aunque Subirats insiste en que su libro no es negativo, tenemos que reconocer que aquella frase sobre que el pesimismo es sólo buena información no andaba desencaminada. Eso sí, hay motivos para alegrarse: que sigan publicándose libros como los de Subirats y Debord, que siga existiendo esa fractura a cuyo través nos llegan reflexiones de tanto calado, nos permite a nosotros ser conscientes de esos problemas y soñar que alguien, en algún sitio con poder real, detrás de las pantallas del simulacro, sea consciente también de ellos y haga algo para solucionarlos. Sí, he escrito soñar, no soy un insensato. Pero soñar es gratis.

Notas:
(1) Román Gubern, La mirada opulenta. Exploración de la iconosfera contemporánea; Gustavo Gili, Barcelona, 1989, pp. 400-401.

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