Estampa peruana
Perú, país de propietarios
Perú, país de propietarios
Vicente ROMANO
El fascismo español quiso liquidar las clases sociales mediante un decreto del general Franco por el que se declaraba que en España solo había productores. Se desterró así, manu militare, el término obrero del lenguaje de los medios de comunicación y de los libros.
El opusdeista y depresivo presidente Alan García proclama en tono solemne que quiere convertir el Perú en un “país de propietarios”. Y este adalid del libre mercado y del TLC con Usamérica, esto es del intercambio desigual con las grandes compañías yanquis, lleva camino de hacerlo realidad. Más del 70% del trabaja de Perú es informal, o sea no regulado, autónomo, como se suele decir en términos eufemísticos.
La ausencia de Estado, de asistencia social, de servicios públicos, de jornada laboral, de vacaciones, etc., lleva al pueblo peruano a desarrollar una asombrosa inventiva de supervivencia. La “sociedad libre de mercado” genera los oficios y autoempleos más inverosímiles. He aquí unos ejemplos.
Ante la desidia estatal y municipal para reparar las carreteras y calles surgen surge el tapabaches. Se trata de un muchacho que armado de una carretilla llena de tierra o escombros y una pala monta su negocio junto al socavón correspondiente. Lo tapa para que los vehículos no sufran y los conductores le agradecen el servicio depositando en su mano una moneda.
El datero es otro hombre joven, bien vestido, que se sitúa al borde de las aceras y en determinados trayectos de las calles por donde discurre el alocado tráfico de viajeros, los “colectivos”. Sus herramientas de trabajo son una libreta de apuntes y un lápiz. Su trabajo consiste en apuntar hora y minuto del paso de los distintos vehículos y comunicárselo al conductor correspondiente. Así sabe la hora precisa en que pasó el último y, en consecuencia, acelerar o reducir la marcha para mantener el ritmo. Dicen que las propinas que recibe le procuran un sueldo que muchos quisieran para sí.
El guachimán, castellanización del watchman (vigilante) anglosajón, es un hombre joven que establece su empresa privada en una sección de calle de los barrios de clase media y alta. Sus medios de producción los integran un uniforme con visos de policía o militar que se agencia en Gamarra, el gran almacén de ropa barata, una gorra, unos galones o estrellas que se reparte a discreción por chaqueta y pantalón. Se compra una cabina del material más barato posible para protegerse del sol o del frío, tan pequeña que, por lo general, ni siquiera puede sentarse. Desde la abertura que hace de ventanilla vigila las aceras, coches y puertas de las 8-10 casas de su “jurisdicción” y avisa a sus propietarios de cualquier incidente. Cada fin de semana pasa a cobrar la “voluntad” a los respectivos vecinos.
La infinidad de vendedores que pueblan calles y aceras de Lima encarna a la perfección esa sociedad de propietarios. Peruanos y peruanas de cualquier edad y mestizaje étnico ofrecen toda clase de productos y servicios: chicles, caramelos, pastelillos y bocaditos fabricados por ellos mismos, refrescos, niños haciendo piruetas en los escasos semáforos, y un largo etcétera. La obsesión por el negocio personal se manifiesta incluso en el recinto de la Universidad Mayor de San Marcos. Los espacios exteriores e interiores están ocupados por innumerables tenderetes y puestecillos donde se merca de todo. Principalmente de comida, libros de segunda mano y fotocopias de todos los textos que uno pueda imaginarse. Algunos muchachos, probablemente estudiantes, cocinan en diminutos hornillos el tradicional anticucho, un sabroso pincho elaborado con el corazón de las reses. Las vísceras que otrora despreciaran los esclavistas y patronos sirven ahora para sufragar estudios de los pobres.
El transporte público, esto es, los medios privados utilizados para el desplazamiento del público, reflejan a la perfección la lucha por la supervivencia, la competitividad por el cliente y el beneficio, eso que los economistas del libre mercado llaman competencia. En Lima, esta ley feroz de la selva, en este caso de asfalto, la ejemplifican los “colectivos”, en particular los “micros” o “combis” y los taxis. Los microbuses que se dedican al transporte urbano de pasajeros son unas furgonetas pequeñas con unas filas de asientos y una puerta de acceso lateral. Enganchado a ella va una especie de cazaviajeros, un joven que grita el trayecto a las personas que esperan en las aceras. A veces ocurre que engancha a algún indeciso que tiene otro destino. La agresividad por captar o raptar clientes no tiene límites.
Como no existen tarifas oficiales ni taxímetros, el importe de una carrera en taxi hay que regatearlo con el conductor antes de entrar en el taxi. De ahí que la ventanilla delantera vaya siempre abierta, haga frío o calor, llueva o haga viento, con la consiguiente incomodidad para el viajero. Existen taxis de todos los colores, tamaños y marcas: de 2, 4 y 5 puertas, blancos, amarillos, azules, rojos, marrones, con pintas, con distintivo y sin él, nuevos, viejos y viejísimos, de 4 o de tres ruedas. Estos últimos en los barrios periféricos pobres. Los hay con una pegatina que el conductor saca de la guantera y la coloca en el parabrisas cuando cree que puede captar un cliente entre los paseantes de las aceras. Están, por fin, los colectivos que van recogiendo la clientela que va en un trayecto determinado.
Con motivo del gran terremoto del 15 de agosto pasado, y ante la falta de Estado, de regulación, aumentó considerablemente la demanda de transporte a las zonas afectadas. Así que, de conformidad con la sacrosanta ley de la oferta y la demanda, los precios de los taxis, autobuses y hasta pelajes de las carreteras se duplicaron y triplicaron. Precisamente para los más necesitados, para los pobres que querían ir a comprobar si los suyos estaban vivos y los podían socorrer. Para que luego digan que el libre mercado no soluciona las necesidades humanas.
La ingeniosidad de la supervivencia ha llevado incluso a una especie de democratización de la banca. Los cambistas constituyen otra de las manifestaciones de este país de propietarios. Vestidos con sus cazadoras de aspecto militar en las que refulgen los símbolos y palabras del dólar y del euro, se colocan en las esquinas, aceras, puertas de los restaurantes y centros por donde pueden pasar turistas. Con una calculadora en una mano y un fajo de billetes en la otra abordan a los transeúntes ofreciendo sus servicios de “¡Cambio, cambio!”. Así se pasan horas y horas, por lo general en grupos de dos o tres, y a la vista cercana de la policía para mayor seguridad. Viven de ofrecer un par de céntimos más que los bancos. Pero este cambio también hay que regatearlo. Y uno no tiene por menos que extrañarse de que no los asalten y les arranquen los billetes de la mano.
La seguridad la garantiza una diversidad inabarcable de policías estatales, municipales, distritales y, sobre todo, privados. Con sus uniformes multicolores inundan las calles céntricas, las esquinas y puertas de bancos, colegios y tiendas. Predomina el verde olivo y los distintivos similares a los de la policía oficial. Es más, dado el bajo nivel de sus sueldos, muchos de los policías oficiales lo complementan con servicios a la propiedad privada, sin dejar por eso sus uniformes ni armas en casa. Sí hay que guardar la libertad de mercado.
Pero esta proliferación de propietarios, de autoempleados, no puede ocultar las infinitas formas de mendicidad presentes por doquier. Las más llamativas, las de los indígenas, o mejor dicho las indígenas, pues son ellas las que desde las comunidades andinas bajan a las ciudades. No piden directamente ni alargan su mano a los transeúntes. Ofrecen su maravillosa artesanía, con el consiguiente regateo. Vestidas con sus vistosas ropas tradicionales, algunas de ellas se dejan fotografiar con una cría de llama o un corderito en brazos a cambio de unas monedas. Este tipo de propietario florece en Cuzco, a causa del turismo. En una de sus plazas he podido ver al trabajador más joven que se pueda imaginar: un bebé de unos 8 meses.
La madre, vestida con la ropa tradicional de las indígenas andinas, se posiciona en una plaza de Cuzco por donde pasen turistas para dejarse hacer una foto típica por un pequeño óbolo. En sus brazos sujeta, arropado, un corderito de impecable blancura. A la espalda, el bebé trabajador, arrebozadito en la lliclla, la manta andina de colores. Fuera de ella asoma su cabecita, coronada por el multicolor gorrito indígena, y su manita derecha. Al entrar el transeúnte en su campo visual se agita y llama con su manita. Una vez en su cercanía, vuelve la mano para que deposite una moneda en la palma, sonríe agradecido y se la da a la madre. O sea, que este bebé sabe ya hacer algo, un trabajito, para contribuir a la economía doméstica.
Invasiones. Quienes se toman en serio la apropiación son los prófugos de la sierra, los pobres de las comunidades andinas que huyen de la explotación y de la violencia política. Los sin nada bajan a la costa a privatizar lo de todos. Se trata de los invasores. Llegan en grupos organizados, dirigidos por un señor que cobra por participar en estas comitivas de apropiación. Eligen una determinada porción de desierto y clavan una bandera peruana en la arena. Equipados con cinco esteras de totora o cañizo, de 2,5 por 2,5 metros, ocupan los arenales y dunas, carentes del menor rastro de vegetación, de las periferias de las ciudades costeras. Con estas cinco esteras, una para cada pared y otra para el techo, levantan su choza de 6,25 meteros cuadrados. En los primeros meses apenas se distinguen de la arena por su color amarillento. Desde la carretera parecen plantaciones más o menos caprichosas de Asentamientos Humanos, pueblos jóvenes, barriadas, que se prolongan a lo largo de 70 kilómetros al sur de Lima, a ambos lados de la carretera panamericana. Los más previsores dejan ya, desde un principio, espacios para las futuras calles.
Guiados por la idea de que lo público es del populicus, del pueblo, invaden terrenos del Estado o que están en litigio. Mas, sabedores también, por experiencia propia, de que las fuerzas del Estado no están para defender sus intereses, sino para proteger los de unos pocos, planifican de antemano las periódicas luchas con la policía o el ejército. Para mayor seguridad se hacen acompañar de su abogado.
Una vez instalados eligen un comité encargado de organizar y dirigir las actividades. Luego clavan un gran poste con dos altavoces al lado de una de las chabolas en la que se instala el equipo de audio. A través de ellos se anuncian los acontecimientos que interesan a la incipiente comunidad: cuándo viene la poli, el cambio de guardia, día del mercadillo, etc.
Inmediatamente brota el primer “restaurante”, el que improvisa una señora avispada. Se construye un fogón con unas piedras y la poca leña que puede recoger de los vertederos más o menos lejanos. Su único plato, el popular ceviche elaborado con los pescados atrapados en el mar cercano. Al carecer de refrigeración, los altavoces empiezan por pregonar el precio. 1,50 soles la ración (unos 35 céntimos de euro). Al poco rato se reduce a 1 sol, y un poco más tarde a 0,80 soles. El sol amenaza con echar a perder la mercancía y hay que venderla lo antes posible.
Una vez instalada y reconocida la primera invasión, llega la segunda ola. Los nuevos invasores quieren hacer lo mismo, aunque ya tienen que establecer sus viviendas en peores sitios. Hay que acordarlos con los primeros.
Por término medio, estos poblados improvisados, tardan de 15 a 20 años en conseguir que las autoridades municipales y las compañías les lleven el agua y la electricidad. El alcantarillado puede durar más todavía.
Pero la lucha de estos asentamientos humanos no cesa. Hay que pelear con los tribunales de justicia, con las autoridades habidas y por haber. Al estar ubicados en zonas de riesgo, es necesario que se les socorra en necesidades tan perentorias como construir muros de contención que mitiguen los derrumbes ocasionados por los frecuentes desprendimientos y terremotos, y calles y escaleras de materia noble, esto es, sólida (ladrillo, piedra, cemento), que faciliten la movilidad y el acceso. Hay que obtener los documentos acreditativos de la propiedad del predio, una pelea jurídica con los dueños o el Estado que dura años y años. Y muchas cosas más. En la actualidad están organizados en una Federación de Organizaciones Vecinales de Lima y Callao.
Algunos de estos asentamientos, como el de Villa El Salvador, con sus 460.000 habitantes, ha adquirido renombre internacional por su capacidad de lucha y autoorganización. Ha sido objeto de curiosidad científica para sociólogos y políticos. El mismo Papa Juan Pablo II se dignó visitarlo.
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