España y el franquismo
Carlos Paris Amador
Aunque más de uno opine lo contrario, la dictadura franquista dejó profundas huellas en nuestra sociedad, que penosamente aún permanecen. Al afirmar semejante perduración, no me refiero a los entusiastas de aquella execrable época, que, brazo en alto, se oponen a que las estatuas del Caudillo sean retiradas de calles y plazas. Tampoco aludo a las increíbles resistencias –sólo comprensibles desde un criptofranquismo– con que tropieza la elemental necesidad de hacer justicia a la historia de la IIª República, su derribo violento y la siguiente y larguísima represión, pretextando que ello puede “abrir heridas”. Lo que pretendo sacar a luz es el modo en que muchas actitudes anímicas e importantes equívocos conceptuales lastran nuestra sociedad, arrastrando la rémora de la dictadura.
Tal ocurre con la autoritaria tendencia al abuso del poder, ejercido en los más distintos ámbitos por sujetos que actúan como herederos de los viejos impunes ‘jerarcas’, y con la amplitud de la corrupción, que cubre tantos campos. Asimismo es significativa la prepotencia con que la ‘jerarquía’ eclesiástica –ahora este término abusado pintorescamente en el lenguaje falangista es usado en su religioso sentido exacto– se dirige a la ciudadanía y a los gobiernos. Todo ello forma parte de lo que se ha designado, a veces, como el “franquismo sociológico”. Pero, en estos momentos, aquello que querría examinar es un equívoco, hoy lleno de consecuencias: el modo en que el franquismo se apropió de la idea de España, arrancándola a su verdadera realidad. Aquella que podemos observar en los partes de guerra de la República. En ellos, las fuerzas que la defienden son designadas como “fuerzas españolas” y el ejército franquista es calificado de fuerzas “invasoras”. Quizá ello pueda parecer exagerado, pero resulta mucho más justo que considerar como ‘nacionales’ a los sublevados, apoyados por los fascistas italianos, la Legión Cóndor y los soldados marroquíes, y globalmente como ‘rojos’ a quienes luchaban a favor del Gobierno legítimamente elegido por el pueblo español, y se encontraban apoyados sólo por el contingente, mucho más reducido y, sin duda, espontáneo, de las Brigadas Internacionales. Gernika no fue arrasada por la aviación de la República española, sino por la Legión Cóndor; y si hay que pedir perdón por este crimen sería al Gobierno alemán a quien tendrían que urgírselo. De una parte, estaban los trabajadores, el proletariado industrial y agrícola junto a las clases medias progresistas y los militares leales, pugnando por una España más justa y creadora; de otra, los militares traidores, los pequeños y grandes propietarios rurales, las clases medias aferradas al miedo a la innovación y los capitalistas que financiaban la sublevación. ¿Quién representaba más fielmente la realidad de España?
Aquellos que precisamente fueron denostados como la Anti-España, un mito que se utilizó como un ariete en la posguerra y que curiosamente comprendía a la mayoría de la población española. Desde los pacíficos representantes de la Institución Libre de la Enseñanza, pintorescamente motejados de “afeminados y rusófilos” en textos de la época, a las masas obreras, que, como alguien dijo, no se podían exterminar porque sus brazos mantenían las industrias y laboraban las tierras. Desde los maestros a los profesores que estaban levantando una nueva universidad. Desde los descreídos a los cristianos ‘progres’. Desde los soñadores de una España crítica y actualizada y las combatientes por los derechos de la mujer frente al papel subordinado que la Sección Femenina les asignaba, a los defensores de las culturas vasca, catalana, gallega, que hablaban lenguas, según la terminología de la época, no “cristianas”, ni “españolas”. Resultaba que tal multitud de nacidos y habitantes de la piel de toro no eran españoles sino extraterrestres disfrazados de hispanos. Aunque se confiaba en que las nuevas generaciones gracias a la ‘Formación del Espíritu Nacional’ llenarían nuestro suelo de verdaderas legiones de auténticos españoles. Una asignatura que nunca condenó la Iglesia, a diferencia de la Educación para la Ciudadanía. No era el mítico rapto de Europa por Zeus, sino el de España por Francisco Franco. España arrebatada a la colectividad de los españoles. Operación que se prolonga en las actitudes de los líderes del PP. España es una propiedad, cuyos límites se fijan en encogidos términos. Y quien quiera mirar más allá de ellos pone en peligro su unidad y realidad.
Carlos Paris Amador ha sido catedrático de Filosofía desde que cumpliera sus 25 años. Ha dado clases en Universidades como la de Santiago de Compostela, Valencia y Autónoma de Madrid. Ha escrito obras imprescindibles como El rapto de la cultura o Crítica de la civilización nuclear o El animal cultural o Memorias de medio siglo. Las primeras han sido reeditadas en diferentes momentos desde las marginales prensas de la editorial Mañana en 1978, Laia en 1983; Libertarias en 1985 o el Círculo de Lectores en 1998 en su colección de Clásicos de la Universidad española. Las últimas se encuentras impresas por las editoriales Crítica y Península de Barcelona. Allá por 1978 nos entregó Bajo constelaciones burlonas en las prensas de Nuestra Cultura.
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