domingo, 6 de enero de 2008

Algo más que un regalo del día de los Putos Reyes Magos: la Anarquía libertaria basada en el Coñocimiento Púb(l)ico

Para una educación de los placeres

Valérie TASSO
Sexologies, 12, enero 2008.

Cada vez que abro el periódico y leo una noticia sobre sexo me cabreo. Informamos y educamos desde el miedo mucho más que desde el entendimiento. Desde la culpa neurotizadora, mucho más que desde la satisfacción. Enseñamos a los niños que meter los dedos en el enchufe les provocará una descarga letal, pero olvidamos contarles que la luz eléctrica es la que permite vernos la cara cuando les arropamos por la noche y les damos un beso.

Educamos en la vida para abstenernos de vivir, no para vivir sin abstenernos. Creamos miedo antes de enseñar a lo que hay que temer. Y eso suele producir lo contrario (porque el miedo genera miedosos). Aparecen maleducados que muerden por temor a que les puedan morder, que se exceden por temor a quedarse cortos, que hablan a gritos por temor a no ser oídos, y que hacen sinsentidos por temor a tener que encontrarse sentido. Y lo hacen sin que hayan aprendido a morder, sin que sepan lo que es el exceso, sin que tengan nada que decir o sin que conozcan el difícil hábito de encontrar el sentido.

En el sexo, todos hemos sido educados en un problema. Porque en el discurso normativo del sexo que manejamos el sexo es un peligro. Hemos hecho de él como de una actividad de riesgo frente a la que hay que manejarse con todas las salvedades del mundo, con todas las aprensiones y con todos los diagnósticos, para que no encendamos el interruptor de la ley, no vaya a ser que nos quedemos pegados al enchufe.

Es por ello que en la educación sexual y en la comprensión del fenómeno sexual el gran tema que se aborda es siempre la prevención. Pero quedarse solamente ahí es ilustrar la condena que conlleva la falta. Es hacer de lo que no hay que hacer lo que es. Es como si, para enseñarnos a hablar, empezaran pronuciándonos los tacos que no hay que decir casi nunca. Sin enseñarnos el hecho de que el lenguaje sirve, por ejemplo, para hablar con los que amamos.

En el proceso de anatemizar el sexo no sólo está el hablar de la prevención como si se hablara de algo contra lo que prevenirse. Está también el hacerlo autor del delito como al pobre mayordomo de las novelas negras.

Cuando hablamos de, por ejemplo, “delitos sexuales” (término usado permanentemente en los periódicos), olvidamos que el sexo no comete delitos; que el delito lo comete algún delincuente empleando el sexo pero no el propio sexo. Delito que, a lo mejor, se cometió en un apartamento o en un automóvil, y no por ello hemos creado el “delito aparmentístico” o el “delito automovilístico”. No hablamos, tampoco, de “delitos del lenguaje” cuando alguien hace mal uso de él para lastimar a otro, porque sería ridículo. Para ello, empleamos palabras como injuria, calumnia o difamación, términos en los que el lenguaje no aparece adjetivando el delito. Porque no tendría sentido.

Ni el sexo ni el lenguaje cometen delitos y, por tanto, no son delincuentes, estén donde estén o hagan lo que hagan. Del mismo modo es impensable hablar de “delitos amorosos”: porque el amor no perpetra delitos. No concebimos, no nos cabe en la cabeza, que se pueda delinquir haciendo uso del amor. ¿Por qué no se nos hace igual de inimaginable con el sexo y seguimos hablando de “delitos sexuales”?

Creemos que el sexo es algo, por encima de todo, peligroso, y olvidarnos de no adiestrarnos en una “educación para los placeres” (como pueda plantearse una “educación para la ciudadanía”) mientras nos seguimos educando en una “educación para las privaciones”, es lo verdaderamente peligroso para la sexualidad humana. Así, de una manera u otra, mataremos nuestra humanidad en un suicidio colectivo.

Nada nos hace más dóciles que el miedo. Ni nada más temerosos que el desconocimiento. “Todo es ruido para quien tiene miedo”, dijo Sófocles. Y tenía razón...

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