Frente a la supuesta modernidad de la Reforma, sutilmente inculcada gracias a la censura protestante, se recuerda el hondo componente liberticida y homicida de los Jefes de la Protesta
El movimiento protestante supo hacer suya, al menos en un principio, la idea de cambiar y mejorar la realidad. Sin embargo, este ideal pronto sucumbiría en manos de Lutero, Zwinglio y Calvino. Es más, pese a que estos líderes de la utopía han pasado a la Historia como hombres revolucionarios en el ámbito de la fe, sin embargo se omite que justificaron la persecución y aniquilamiento de sus enemigos ideológicos. (Recordemos que los anabaptistas fueron asesinados en suelo europeo a manos de los protestantes durante siglos, hasta incluso el siglo XIX.) Así que, frente a la supuesta modernidad de la Reforma, sutilmente inculcada gracias a la censura protestante, aquí podrá anotar el hondo componente liberticida y, sobre todo, homicida de los Jefes de la Protesta.
La podredumbre de las certezas
Antes de convertirse en un icono de obligada referencia política, Lutero había dado muestras más que sobradas de oposición a los actos de represión que las autoridades desplegaban contra sectarios y heterodoxos. Sin embargo curiosamente, este ex fraile abandonaría con notoria rapidez esa forma suya, abierta y generosa, de pensar. Y orillando los postulados cristianos de tolerancia, de libertad y caridad llegaba Lutero al convencimiento de usar la fuerza bruta, incluso a la necesidad de emplear la pena de muerte contra quienes transitaran fuera de su recién inaugurada ortodoxia. Así que de nada valió que él hiciera uso del principio de resistencia y, en un acto de rebeldía, un 10 de diciembre de 1520 quemara la bula pontificia Exsurge Domine en la plaza pública de Wittenberg; de nada valió, decimos, si resulta que en un brevísimo espacio de tiempo Lutero había cambiado diametralmente de ideas, y desde posiciones de puro autoritarismo se enfrentaba a un discípulo suyo, al díscolo y desobediente Thomas Müntzer.
La causa de la refriega entre maestro y pupilo radicaba en que, para Müntzer, Lutero estaba apoyando a los grandes señores y además, defendía Müntzer, Lutero con su crítica a la jerarquía de la Iglesia de Roma lo que hacía era legitimar el uso del poder de los príncipes en detrimento de las capas más empobrecidas de la sociedad, los campesinos. Ante estas y otras diatribas, Lutero en un acto de soberbia redactaría su Carta sobre el duro librito contra los campesinos (1525). Y en dicho documento no muestra ni un ápice de piedad. Y tras alejarse tanto de la letra como del espíritu que había animado las palabras de su escrito Sobre la libertad de un cristiano (1520), se expresaba Lutero en este tono:
«
lo que entonces escribí lo vuelvo a escribir ahora: que nadie tenga misericordia de los campesinos contumaces, obstinados y obcecados, que no se dejan decir nada; el que pueda, y como pueda, que les pegue, los hiera, los degüelle, los muela a palos como a perros rabiosos, [...] con el fin de conservar la paz y la seguridad.» [Y añade Lutero:] «
el burro pide palos y el pueblo quiere que se le gobierne con fuerza; esto lo sabía muy bien Dios y, por eso, puso en manos de la autoridad no la cola de zorro, sino una espada.»{1}
Aun cuando es innegable que Lutero escribió a favor de la libertad, iba sin embargo a quedar retratado para la posteridad por sus no pocos gestos de intolerancia, tanto o más cuanto que él no amparó en los demás el disfrute de la desobediencia que a él curiosamente le había servido para abrir una brecha cismática en los cimientos de la Iglesia. De este modo, el heterodoxo, el insumiso, el protestante Lutero pasó a convertirse en un ultra ortodoxo, y, sobre todo, en un duro enemigo de esos espontáneos movimientos religiosos de protesta que se expandían por Europa a gran velocidad. Por otra parte, la defensa de Lutero de una libertad servil y esclava (De servo arbitrio, 1525) frente a la idea (que discute) del arbitrio libre de Erasmo de Rotterdam (De libero arbitrio, 1524) no va a convertir a Lutero, a los ojos de las generaciones futuras, en un abanderado de la libertad humana.
Con estos presupuestos, el descenso a los pozos de la intransigencia iba a calar muy pronto. Y a extenderse entre otros líderes de la Iglesia reformada. Por eso, aunque Zwinglio en sus sermones invocara, como Lutero, el valor de la tolerancia, sin embargo acabaría enredándose en la labor castrense de atrincherar la fe y militarizar a gentes y ciudades a través de la creación de un ejército de milicias. Y aunque Calvino había utilizado las dotes de su pluma para luchar a favor de la libertad religiosa de los protestantes, no obstante cuando tuvo oportunidad de exhibir la liberalidad de sus ideas, silenció incluso con la muerte a sus enemigos doctrinales. (El adjetivo de «
enragé» (rabioso) que el protestante español Miguel Servet utilizaba para describir la personalidad de Calvino era sin duda adecuado, visto el ardor con que este protestante francés perseguía a quienes pensaban de distinta manera.) En este ambiente, entonces, florecerían los Andreas Osiander que, además de anticopernicanos, postulaban el principio de protocolizar el dogma protestante haciendo uso del ejercicio de la fuerza bruta.
Veinte años antes de ser condenado a muerte por cuestiones religiosas, el filósofo católico Tomás Moro había retratado en su famosa obra cómo cada comunidad batallaba contra otros grupos para imponer su bandera y su patria, sus ideas en la fe, de modo que «cada secta luchaba por ella misma», decía Moro. Naturalmente, este pensador católico no fue el único que lanzó críticas contra esas maneras tan anticristianas de comportarse. No, pues en el bando protestante, un gran humanista, Sébastian Castellion, sobresaldría por exponer en voz alta lo que muy pocos se atrevían a decir, a saber, la inmensa contradicción que suponía defender los valores de hermandad del cristianismo por la vía de la pena de muerte.{2}
Así que, que Lutero que, al oponerse a la Iglesia, había reclamado para sí los beneficios del principio de resistencia no apoyara el uso de la desobediencia en el pueblo, e incluso deseara la matanza de los campesinos sublevados no tiene nada de peculiar, pues una cosa era defender a nivel teórico la tolerancia cristiana, y otra muy distinta dejar a las personas andar por sí mismas entre los caminos de la libertad. Y tampoco tiene nada de extraño que Zwinglio que había recibido no pocos honores por su lealtad y defensa del Papa llegara, una vez convertido en líder sobresaliente de la Reforma, a alentar la matanza de sus antiguos hermanos en la fe. Y menos sorpresa causa aún el que Calvino, que en su juventud había negado la legitimidad de los abusos de los castigos corporales –recuérdese la carta que en estos términos escribió al rey de Dinamarca–, se embarcara en el trabajo pastoral de aplastar a los protestantes críticos.
Y es que Lutero, Zwinglio, Calvino... no solo se afanaron en perseguir a quien traicionaba sus ideas sobre la ortodoxia protestante; sino que liberticidamente defendieron el empleo de la pena de muerte contra quien no aceptara la bandera de su religión. Lo cual explica por qué estos líderes protestantes avivaron en nombre de la fe tormentas de odio, por qué justificaron el asesinato con el objetivo de reprimir y castigar los delitos del pensamiento y por qué su proyecto de reorganización de la Iglesia acabó bajo el lodo guerracivilista del fanatismo.
A diferencia de las posiciones exhibidas por Erasmo, por Moro o por Castellion; a diferencia de estos humanistas; Lutero, Zwinglio y Calvino rechazaron radicalmente las ideas sobre la tolerancia y, en calidad de cabecillas de la nueva fe, cayeron en la contradicción de no permitir «en sus dominios» la práctica de la libertad de culto que para sí reclamaban. Es más, por creerse investidos de grandes facultades pensaron que estaban en posesión de la certidumbre absoluta. Y bajo la convicción de dedicarse de manera exclusiva a la búsqueda de la Verdad se empeñaron en monopolizar el mundo de las certezas. Y acabaron por sobresalier, por ese sentido suyo dogmático y amurallado de verdad, en exiliar al país del error y la oscuridad a quienes no pensaron como ellos.
Las nuevas elites
Politizada la religión, lo que ocurrió, y tal y como ocurrió no podía haber sido de otro modo, sobre todo cuando vemos cómo Lutero buscó refugio y apoyo entre los príncipes alemanes, cómo Zwinglio consiguió validar sus instrucciones religiosas gracias al brazo todopoderoso de los representantes de la autoridad civil, o cómo hasta el propio Calvino procede a justificar la existencia de gobiernos despóticos desde el argumento de que los tiranos son signo de la voluntad de Dios.
La teoría de Ibn Rushd (Averroes) referida a la existencia de una doble verdad, una filosófica, otra religiosa, había culminado en Occidente en la tradición del averroísmo político entre cuyas filas, no lo olvidemos, habían sobresalido por su defensa Marsilio de Padua, Juan de Jandum y Guillermo de Ockham. Y es que estos tres teólogos cristianos coincidieron en afirmar el divorcio entre Iglesia y Estado o, lo que es igual, en pedir la independencia de la Ciudad terrena respecto de la Ciudad de Dios. Con tales aspiraciones estos religiosos, a todas luces moderni, promovieron, en las cocinas de la Iglesia, una discusión de altos vuelos, toda vez que reivindicaban, a diferencia de los antiqui, la creación de un orden social nuevo.
El movimiento protestante que en su seno albergaba no pocos brillos de promesa y de cambio no supo, ni en los orígenes, plasmar el espíritu moderno de los Padua, los Jandum o los Ockham. De hecho, al tiempo que se alejaba de los valores cristianos de tolerancia, el protestantismo cayó en el error de transformar los valores (personales y privados) de la conciencia en un asunto de política. Recuérdese la máxima de Lutero a la hora de negar la validez de los intermediarios eclesiásticos en asuntos de fe, pero sobre todo y contradictoriamente la defensa que hizo este ex católico acerca de que la Iglesia quedara sometida al poder temporal de los príncipes. Con los presupuestos de Lutero, las creencias particulares pudieron salir de su esfera, el ámbito individual, y convertirse en motivo de bandera pública, en signo oficial de una nueva ortodoxia. Dicho de otra manera. La conciencia, por el hecho de que, según Lutero, pertenecía a los que controlaban el poder civil, había dejado de ser un asunto propiamente de fe. Y aunque el sacerdote (protestante) no era considerado más que como un simple creyente, el poder civil fue reforzado al cedérsele potestad sobre asuntos religiosos. Por eso, la liturgia planificada por Lutero para Sajonia se implantó por la fuerza (1527-1528). Por eso, los decretos de la Iglesia católica fueron suplantados por las ordenanzas de los nobles. Por eso, en definitiva, sucedió lo que sucedió: que se procedió desde criterios «administrativo-religiosos» a dividir los territorios en distritos, regiones, comarcas y municipios. Que la reforma alemana pasó a ser una reforma territorial. Que cada soberano regional era quien determinaba qué religión debían aceptar y seguir sus súbditos. De ahí el lema «
cuius regio, eius religio».
De esta confusión entre lo privado y lo público que trajo consigo el protestantismo se dio cuenta perfectamente Karl Marx cuando en la introducción a su Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel (1843) señaló lo siguiente: «
ciertamente Lutero venció la esclavitud por devoción; pero poniendo en su lugar la esclavitud por convicción. Si quebró la fe en la autoridad, fue porque restauró la autoridad de la fe. Si transformó a los curas en laicos, fue porque transformó a los laicos en curas».
Se estaba, pues, lejos de las máximas del averroísmo político. Y muy cerca de proyectos rancios y tradicionalistas en los que sobresaldrían el antiguo agustino Lutero y también el fraile dominico Tommaso Campanella al justificar éste, en su obra Monarchia Messiae (La Monarquía del Mesías, 1633), la necesidad de aglutinar Reino y Sacerdocio en la figura del gobernante o príncipe. Proyectos, por cierto, en los que, bajo una nueva legitimación del poder, volvían de nuevo a salir ganando las elites.
Entonces, y pese a las mitologías que desde el Quinientos engrandecen la estela del movimiento protestante, la Reforma no cumplió con los ideales del averroísmo político. Ideales que no eran otros que marcar fronteras entre lo público y lo religioso, que delimitar de forma estricta el ámbito espiritual respecto de las injerencias terrenales. Y como no cumplió las metas liberales contenidas en las máximas del averroísmo, Lutero, Zwinglio y Calvino no solo procedieron a confundir religión con gobierno, sino a exigir a sus creyentes señales de obediencia a las nuevas elites (entre las cuales, por supuesto, ellos se contaban), al tiempo que les reclamaban muestras de lealtad política hacia las consignas de la nueva religión.
Así que por estos y otros comportamientos no extraña que protestantes como Müntzer, Servet, Castellion, Grebel, Manz... criticaran los excesos en que caían los jefes de la Reforma, igual que no sorprende que el principio de insubordinación se hubiera convertido, en manos de los líderes protestantes, en el origen de una nueva cárcel, en la causa del patriotismo por religión.
De la rebelión a la escisión. De la desobediencia a la muerte
El proyecto político de Carlos I de España y V de Alemania se configuró, entre el despliegue de su ejército imperial, desde la obligación de poner en práctica los ideales de una república cristiana. En esta labor colaborarían Mercurio Gattinara y Erasmo de Rótterdam. El primero orientando el trabajo político del joven rey Carlos hacia el ideal de la restauración del Imperio Cristiano, el segundo reivindicando la aplicación de los principios evangélicos dentro del marco del Estado y de un gobierno netamente cristianos. Pues bien, como hizo el monarca Carlos I de España y V de Alemania, el rey Enrique VIII refutaría en 1521 el dogma luterano. La defensa de los postulados del credo católico le valdría a Enrique VIII el título honorífico de «defensor de la fe». Sin embargo, este monarca inglés, muy versado en teología, decide separarse de Catalina de Aragón, a lo que el Papa Clemente VII se opone. Como la Iglesia acepta la validez del matrimonio con la hija de los Reyes Católicos, en 1529 se reuniría el Parlamento por influencia de Enrique VIII para presionar al clero inglés y ponerlo a favor de su petición de divorcio. Cuatro años después, en 1533, el arzobispo de Canterbury, el luterano Thomas Cranmer, a espaldas de la autoridad del Papa no solo invalidará el matrimonio de Enrique VIII, sino que bendice el enlace nupcial del rey, celebrado en secreto, con Ana Bolena. Ante tal osadía, el Papa Clemente VII excomulga a Enrique VIII. Y éste, para no ver menoscabada su autoridad, abole todo signo de dependencia eclesiástica con Roma y consigue en 1534 hacer votar y aprobar en el Parlamento el Acta de Supremacía, que le daba nuevas y amplísimas potestades, como el gobierno y la autonomía de la Iglesia de Inglaterra, o Anglicana Ecclesia.
De la rebelión de Enrique VIII interesa destacar que él, en calidad de rey, podía rebelarse, pero no así sus vasallos, fuesen éstos de la condición que fuesen. Por eso, acabarían pagando con su vida todas las personas que no se sometieron a su voluntad regia. Y lo mismo sucedió en los condados del Norte cuya sublevación, seguida poco tiempo después de la que se produjo en territorio irlandés, fue duramente reprimida. Lo curioso es que estos actos de autoritarismo monárquico estaban amparados y reconocidos por la ley, pues Enrique VIII había logrado por medio del Acta de Supremacía disponer del derecho religioso de excomunión, así como gozar de competencias para perseguir y castigar herejías. Es por esto por lo que su gobierno se saldó con la supresión de los monasterios y expropiación de sus bienes y tierras, así como con fuertes represalias contra el estamento eclesiástico afín a Roma. Represalias que llevaron al cadalso no solo al obispo de Rochester, John Fisher, sino al filósofo londinense Tomás Moro, condenado a muerte por no estar de acuerdo en cuestiones de religión con Enrique VIII.
Y es que para este monarca-Papa la desobediencia al nuevo credo siempre entrañaba un acto de deslealtad, y cualquier gesto de insumisión a la ley justificaba el empleo de la pena de muerte. Con lo cual, por estos y otros actos de intolerancia religiosa, Enrique VIII acabó comportándose igual que sus enemigos en la fe, los líderes protestantes, cuando éstos gracias a la reforma alemana dieron paso a la ley imperial de 23 de abril de 1529, en virtud de la cual quedaba justificado el acto de «quitar la vida a todo rebautizador o rebautizado, fuera hombre o mujer, ya mayor o menor, y ejecutarlo según la naturaleza del caso y de la persona, por fuego, por espada o por otro medio en cualquier lugar donde fuere hallado».
A partir de un sentido sectarista de la divergencia no hay duda de que pudo ganar peso, y mayor protagonismo también, una visión partidista de la justicia, al tiempo que los cabecillas de esas, por novedosas, guerras ideológicas que eran las guerras de religión consintieron en castigar incluso con la muerte cualquier gesto de desobediencia. Por supuesto, bajo el látigo de circunstancias guerracivilistas, el afán de imparcialidad no pudo sobrevivir al ruido de sables y banderas. Y al desaparecer la legitimidad de quejarse ante los abusos de la autoridad, la justicia fue acartonándose hasta quedar indesligablemente unida a los proyectos de una potente clase dirigente que, para su causa, blasonaba la licitud de rebelión sin permitirla, claro está, a la mayoría.
El volcanismo de las reformas
¿Pecaba de exageración Sébastian Castellion cuando en su Traité des Hérétiques (1554) reconoce el peligro que caía sobre las personas, consideradas en un lugar buenos cristianos y, en otro, herejes? «Si tu es estimé vrai fidèle dans une ville, tu seras hérétique dans la ville voisine», denunciaba Castellion. Y no le faltaba la razón a este gran humanista, sobre todo cuando Lutero extraditaba del país de su Reforma a papistas y católicos y acusaba a los seguidores de Zwinglio, o sea, a los zuriqueses, de «raptores de almas», y Zwinglio negaba los colores doctrinales de la bandera luterana e insultaba a Lutero tachándole de «maldito» y «blasfemo», y Calvino defendía la claridad expositiva de los libros sagrados frente al sentir de Zwinglio, que reparó en el sentido oscuro y en muchos pasajes ininteligible de las Sagradas Escrituras, o cuando Lutero creía en la transubstanciación del sacramento de la Eucaristía mientras que Zwinglio y Calvino pensaban que Cristo no estaba físicamente en el rito sacramental del pan y del vino, sino tan solo de forma simbólica.
«
Si tu eres un verdadero creyente en una ciudad, serás herético en la ciudad vecina», dijo Castellion en su Tratado de los Heréticos. Y era cierto, pues Calvino en temas relacionados con la Cena llamaba «blasfemos» a luteranos y zwinglianos, mientras que Miguel Servet tildaba a Calvino «Simón El Mago» por defender la predestinación y tomar a Dios como agente determinista de todos los actos humanos y hurtar a las personas el uso de la libertad. Y si los anabaptistas partían de la necesidad de racionalizar los actos de fe, Zwinglio tomaba por blasfemia –Calvino lo calificaría de «sacrilegio desenfrenado»– el hecho de no bautizar a los bebés, como defendían los anabaptistas.
¡Vale más dejar vivir a cientos, ver a mil heréticos que hacer perecer a un hombre de bien bajo el color de herejía!, señalaba con firmeza Castellion en su citado tratado. («
Il vaut mieux laisser vivre cent, voire mille hérétiques, que de faire périr un homme de bien sous couleur d'hérésie».) Sin embargo, y pese a tan buenas intenciones, la idea cristiana de amor y solidaridad tenía, en un ambiente teñido por la violencia de la intolerancia, pocas oportunidades de prosperar. Y el legado del cristianismo a la civilización, la búsqueda de la paz y de la concordia, nunca podía sobrevivir entre la persecución y el exterminio.
Este gran Émile Zola del Renacimiento que fue Castellion, pese a sufrir en carnes propias los zarpazos de las guerras de religión, siempre sostuvo, incluso hasta la hora de su muerte, lo absurdo de valerse del asesinato para poner orden en asuntos relacionados con el alma. Por eso, él que reclamaba espacios de paz y de armonía, de libertad y racionalidad se oponía a los abusos que, en nombre de la religión y contra las personas, las autoridades llevaban a cabo. Es más, por no admitir como territorio humano las zanjas y trincheras de guerra, en su obra Contra el libelo de Calvino (c. 1554) registraba la forma en que el odio nublaba la mente, incluso la mente de grandes dirigentes e intelectuales religiosos. Opuesto al gusto belicista, en absoluto cristiano, de entender la vida humana, Castellion denunciaría los excesos de su época, excesos por los que «si alguien difiere de ellos en el bautismo, la Cena, la justificación, la fe, etc., es un herético, es el diablo, es preciso perseguirlo por tierra y mar, como un enemigo eterno de la Iglesia, como un destructor horrible de la «santa doctrina», aunque su vida, por otro lado, sea pura, aunque sea clemente, paciente, bueno, misericordioso, liberal, religioso, temeroso de Dios, y aunque sus costumbres sean irreprochables a los ojos de sus amigos como de sus enemigos.
Todas estas virtudes, y la rectitud de la vida (que Pablo estimaba poder reivindicar para él mismo) no pueden proteger a un hombre a sus ojos si él difiere de ellos sobre tal capítulo de la religión: enseguida es impío y blasfemador».{3}
El fin del derecho de resistencia
En el año 1522 Zwinglio renuncia a su pertenencia al clero de Roma porque, afirmaba, la Iglesia católica solo se fundamenta en leyes humanas. A partir de entonces y de manera explícita, este sacerdote comenzó a variar el rostro de la Iglesia suiza-alemana. Pero, quienes habían apoyado los aires de reforma de este ex pastor católico muy pronto se iban a distanciar de él. Quizá la ruptura provino del hecho de que, en Zurich, Zwinglio no solo desarrolló su trabajo como sacerdote en la Gran Catedral, sino que también llegó a desempeñar cargos políticos de responsabilidad y aceptar la ocupación de burgomaestre, secretario y consejero. Lo cual constituía un importante retroceso respecto de las ideas expuestas en Defensor pacis (El defensor de la paz, 1324), obra en la que Marsilio de Padua y Juan de Jandum instaban a la separación entre fe y razón y, por tanto, a no confundir el fin material con el fin espiritual del hombre. En todo caso, y al margen del acaparamiento de puestos religiosos y civiles por parte de Ulrich Zwinglio (1484-1531), lo cierto es que este predicador se empeñó en acometer su proyecto protestante con la ayuda del brazo político del Concejo de la ciudad. Ante esta traición ideológica, Conrad Grebel, Felix Manz, Wilhem Reublin, Hans Brötli, Simon Stumpf... abandonaban el curso trazado por Zwinglio.
Todos ellos eran jóvenes idealistas que defendían, frente a Zwinglio, el postulado de no ingerencia de los magistrados en temas relacionados con la fe porque, en su opinión, los representantes civiles no tenían ninguna competencia a la hora de arbitrar o tan siquiera resolver asuntos de conciencia. Así que, a diferencia del criterio de Zwinglio, Grebel y sus amigos negaron la legitimidad de construir una Iglesia estatal, fuerte y centralista, aunque fuera de sesgo reformista.
Evidentemente, este grupo de rebeldes que había seguido la estela prometedora del proyecto protestante iba a promover la reforma de la Reforma y, sin saberlo, también iba a iniciar un camino apostólico innovador y moderno. Comenzaron a llamarse Hermanos en Cristo, aunque rápidamente serían conocidos bajo el término de Anabaptistas, y denominados así por sostener que el bautismo solo había de aplicarse a quien cree y es capaz de entender la doctrina cristiana. Y es que, afirmada la conexión entre la fe viva y los dones purificadores del agua bautismal, para los anabaptistas no tenía sentido la impartición de este sacramento entre recién nacidos. Por supuesto, el episodio del bautismo, que ya había estado presente en las creencias de novacianos, donatistas, albigenses y valdenses, pronto se convertiría en un asunto de interés público y de tal trascendencia para las autoridades de la ciudad de Zurich que el 18 de enero de 1525 el Concejo no solo decretaba el destierro para aquel que no bautizara a sus hijos, sino que imponía a Grebel y Manz abandonar las sesiones de estudio de las Santas Escrituras, a las que, por cierto, había sido tan proclive y caro el propio Zwinglio.
Ante la intromisión del poder civil en asuntos religiosos, y transcurridos tan solo tres días, los Hermanos desobedecían el interdicto. ¿Cómo? Recibían por segunda vez el sacramento del bautismo bautizándose ellos mismos. Un poco más tarde, a principios de abril, volvían a hacer uso del principio de resistencia y Grebel, convertido ya en líder de la Reforma anabaptista, cristianaba a una multitud en las aguas del río Sitter, imitando la labor de Juan El Bautista. Es más, como insistían en no aceptar la jurisdicción del Concejo de Zurich sobre la Iglesia de Zurich, Grebel y sus seguidores protestaban por el maridaje perverso entre la fe y el ámbito civil. Sin embargo, los hechos, tal y como se desarrollaron, vendrían a demostrar que quienes se rebelan ante quienes, como Zwinglio, ya se habían rebelado, rara vez acaban teniendo éxito en sus empresas. Por eso, detenido el 8 de octubre, Grebel acabó con sus huesos en prisión, y junto a Blaurock y Manz permaneció entre rejas. Pero lo peor de todo es que, cinco meses después, era sentenciado Grebel a cadena perpetua. Y aunque moriría al poco tiempo, en el verano de 1526 a consecuencia de la peste, la colaboración secreta de varias personas permitió que pudiera escapar por el momento del castigo de sus verdugos.
Tambores de guerra
Zwinglio en su sermón Sobre la elección de los alimentos y la libertad de tomarlos (1522) se había posicionado hacia una mejor comprensión evangélica de la libertad. Aseguraba este reformador que los cristianos son libres de todas las órdenes dictadas por el ser humano, razón por la que no había que ser incondicionalmente obediente a dichas órdenes. Sin embargo, solo pasaron cuatro años y Zwinglio había abandonado ese sentido abierto y generoso de la libertad. Y con el apremio de aplastar cualquier conato de libertad entre sus antiguos discípulos y, sobre todo, desde la urgencia de reprimir todo signo de protesta Zwinglio mostraba, con el celo que regala siempre el fanatismo, un miedo enorme a que su proyecto protestante quedara succionado por la lava cismática de aquellos otros reformistas que vindicaban una concepción, aunque más radical, en nada violenta de la Reforma.
Curiosamente, si Lutero tomó a Zwinglio por exaltado y lo consideró un renegado de la Reforma, Zwinglio tampoco admitió a quien divergía de sus postulados y, por eso, tomó a sus antiguos seguidores por exaltados radicales. Del deslizamiento de Zwinglio hacia la intolerancia ya se había dado cuenta el propio Grebel cuando, en una carta escrita a su cuñado Joachim Vadian el 18 de diciembre de 1523, pronosticó un futuro sombrío para la Reforma en Zurich. Y no se equivocó lo más mínimo Grebel, pues frente a quejas presentes o ante posibles disidencias posteriores el Concejo de la ciudad de Zurich, centro de la Reforma suiza, se había escorado a favor de la consolidación del programa reformista de Zwinglio, y hacía público el siete de marzo de 1526 un decreto, que no por capricho iba a aparecer el mismo día en que Grebel recibía el castigo de encierro a perpetuidad.
Los términos ejemplarizantemente coactivos con que había sido redactado el citado decreto no dejaban espacio para la duda: «ut qui mersus fuerit, mergatur». Es decir, quien haya sido sumergido (bautizado) que sea sumergido (ahogado). Por tanto, todo aquel anabaptista que no acatase en torno al bautismo las disposiciones del tal decreto recibiría en castigo la pena capital, exactamente la muerte por asfixia, antecedente funesto de los ahogamientos colectivos o «noyades» de la Revolución francesa. Implicado Zwinglio en el final trágico que aguardaba a Felix Manz, el cinco de enero del año 1527 era entregado su antiguo discípulo a las manos del verdugo, el cual procedió a hacer firme la sentencia de pena de muerte, primero, trasladándole en barca, luego insertándole un palo entre las cuerdas que van a inmovilizar aún más sus rodillas y brazos ya maniatados. De este modo, sin defensa y amarrado, fue arrojado Manz a las aguas del cauce del río, hasta encontrar la muerte en ellas.{4}
Lo más trágico es que, con la fusta de la represión golpeando sus espaldas, las personas entusiastas del movimiento anabaptista se vieron forzadas a vivir entre sombras, a moverse en las franjas de la clandestinidad. Y ya no solo por sus ideas en torno al empleo de las prácticas sacramentales, sino sobre todo por rechazar la guerra, negar la pena capital y el uso de armas. Recordemos que Grebel (1498-1526), al conocer la discusión entre Lutero y Müntzer, escribía a este último a finales de 1524 una carta, en la que él, Grebel, le pedía que no recurriese a la guerra. Y es que, para esos libertarios de los anabaptistas, el amor y la convivencia constituían las claves de la fraternidad cristiana. Es más, a su juicio no existía texto teológico ni base bíblica que justificara los actos de abuso. Y los miles de Manz que fueron torturados en Europa central, e incluso asesinados en Suiza hasta iniciado el siglo XIX, creían que ningún cristiano ni podía ser magistrado –defensa de la separación de poderes– ni debía usar tampoco la espada para castigar o quitar la vida –no al asesinato en cualquiera de sus manifestaciones–. Su doctrina, de sello profundamente cristiano, era considerada peligrosa por sus enemigos, incluso tipificada como subversiva, toda vez que las ideas de los anabaptistas sobre la práctica del pacifismo conducían a la desmilitarización de la sociedad, a la vez que entrañaban el ejercicio de la resistencia activa. Y además de que conllevaban la negación de la autoridad por motivos de conciencia, justificaban el derecho a rebelarse ante la irracionalidad y la injusticia humanas.
Zwinglio había compuesto, entre los años 1505 y 1516, la Fábula del Buey. Y en esta obrita refería los riesgos que entrañaba el servicio militar mercenario, ¿quizá porque de tales peligros tenía experiencia al haber ocupado el puesto de capellán castrense en las campañas de 1513 y 1515? En cualquier caso, no hay duda de que Zwinglio traicionó su ideal pacifista. Y decimos que lo traicionó no solo al convencer a las autoridades de Zurich para marchar con paso bélico contra los territorios católicos y utilizar la guerra civil para obligar a los católicos a aceptar su doctrina, sino también cuando él, Zwinglio, se deja llevar por la ira y planifica utilizar el asesinato con el fin de acabar con todas aquellas personas que, como los anabaptistas, criticaban sus ideas sobre la Reforma.
Zwinglio comenzó la siega guerracivilista contra los anabaptistas al condenar a muerte a Manz. Luego, con el tiempo «los tribunales seglares en los países alemanes habían matado a más de 1.500 protestantes en menos de veinte años después de la revuelta de Lutero. En otras palabras, los jueces seglares de los países alemanes ejecutaron hasta diez veces más herejes entre 1520 y 1550 que el Santo Oficio de España. De los que murieron en las Alemanias, casi todos fueron anabaptistas, es decir, personas que creyeron en la Biblia literalmente. Los cazaban con ferocidad, sobre todo en el sur y suroeste del imperio (incluso Suiza y Austria) después del fracaso de la sublevación de los paisanos en 1525. Otros centenares de anabaptistas fueron matados en el noroeste del imperio, sobre todo en los Países Bajos, después de la ruina del Jerusalén nuevo de Münster, en 1534».{5}
A los que no son espiritualmente sanos se les hará morir
Igual que «entre los zuriqueses muchos hombres de vida, por otra parte, irreprochable han sido matados, debido a Zwinglio, únicamente a causa de su opinión sobre el bautismo», denunciaba el valiente Castellion, a Calvino tampoco le tembló la mano cuando alguien osaba dudar de sus preceptos, pues para eso estaba el castigo de la gehena que «es también como esta gente, en el hablar de su patria, llama a este suplicio».{6} Es decir, hacer morir a fuego lento, quemado vivo y empleando intencionadamente madera verde para aumentar los umbrales de sufrimiento como hizo Calvino con ese copérnico de la medicina que fue Miguel Servet.
Sin embargo, y antes de convertirse en El Papa de Ginebra, Calvino había publicado un escrito al estilo de Séneca titulado Sobre la clemencia (De Clementia, 1532), y como respuesta ante el ataque que el rey francés Francisco I iba a propinar a los protestantes. Cuatro años más tarde, y ya en su célebre Institutio (1536), Calvino volvía a incidir en la misma línea argumental, y a la obra adjuntaba una carta en la que exhortaba, de nuevo a Francisco I, a actuar con benevolencia, y no llevado por las brasas del odio. Estas tesis desaparecerían muy pronto cuando este extranjero en tierras suizas se transforma en político y jurista de fama internacional y exhibe, en la ciudad de Ginebra a partir del año 1537, cuán enorme e ilimitada es su monárquica sed de autoridad imponiendo el calendario de festividades, el control del ocio, la censura de libros, la forma de vestir y vivir, el modo de rezar y pensar en Dios, el aprendizaje de su catecismo, la regulación de las costumbres del pueblo... y, claro está, la aplicación del castigo de excomunión para refractarios y rebeldes.
Y sí, en teoría Calvino separó el Estado de la Iglesia, en la práctica no fue así, y más cuando bajo el prisma de su despotismo acabó considerando que los actos de conciencia, en especial los pecados mortales, eran crímenes penables por los magistrados. Así se explica que desde 1547, fecha en que fue decapitado Gornet, hasta 1553, año en que asesina a Miguel Servet, se dictaran 58 sentencias de muerte durante su gobierno ginebrino. Y eso que no contamos las víctimas que trajo la persecución contra la caza de brujas que alentó Calvino. En este clima de intransigencia es lógico que el reformador francés sostuviera con fuerza la tea del odio. Odio del que no se libraría el aragonés Servet en el momento en que sucumbió abrasado y para escarnio público en la hoguera levantada en Champel, un barrio de Ginebra. De hecho, en su carta a Guillermo Farel (13-II-1546), Calvino se había retratado al exponer que Servet «se ofrece a venir [a Ginebra], pero no quiero darle mi palabra. Pues, si viene, por poco que valga mi autoridad en esta ciudad nunca dejaré que salga vivo».
«
S’il vient, je ne souffrirai pas, pour peu que j’aie du crédit dans cette ville, qu’il en sorte vivant», escribió Calvino. Y así fue. Y pese a que el escándalo fue mayúsculo, el Papa Calvino, que creía en la hechicería y aceptaba el poder de los maleficios, así como la eficacia de los sortilegios, se justificó invocando no solo la autoridad de la Biblia, sino el argumento de que Dios mismo había ordenado llevar a la muerte a cualquiera que desviara al pueblo del culto verdadero. El poder era el poder y, según Calvino, representación de Dios en el mundo de los hombres. Por tanto, los súbditos, también Servet, debían mostrar respeto y sumisión hacia sus gobernantes, y más si, en opinión de este pontífice, la única libertad que existía para el ser humano era la libertad de coacción.
Comentemos que pocos días después del asesinato del aragonés procedió Calvino a hacer firme la condena a muerte sobre Philihert Berthelier. Con este tipo de conductas la lección era que los malos protestantes no tenían cabida en la patria de la Reforma, que la muerte constituía el recurso que tenía el Pastor de almas para limpiar y escobar su grey, que se estaba muy lejos de vivir bajo el techo de gobiernos garantistas. Así que por este fanatismo homicida que animaba las entrañas de Calvino, Castellion llegaba a hablar en su obra Contra el libelo de Calvino de imperialismo e incluso a reconocer que «¡si un día Calvino encuentra, pues, las fuerzas necesarias, invadirá Francia y otras naciones que él toma por idólatras! Él irá, él destruirá las ciudades, se cargará a todos los hombres, no perdonando la vida de las mujeres ni de los niños ni de los bebés de pecho! Y además él degollará los rebaños, y reuniendo todos los muebles en la plaza pública los quemará con Servet. Que se mida sus palabras: es a eso a lo que ellas tienden».{7}
Decía Calvino que la peor peste es la razón humana («la pire des pestes est la raison humaine»). No vamos a entrar en disputas, pero en su caso es absolutamente correcto aplicarle tal juicio, tanto o más cuanto que la irracionalidad afectó hasta niveles insospechados a los líderes de la Reforma, y por supuesto también a Calvino. Líderes de la Iglesia protestante que no llegaron a pensar que estaban cometiendo pecado mortal cuando asesinaban o planificaban el asesinato del prójimo. Y es que la pasión ideológica, conllevó la justificación espuria de aplicar la pena de muerte sobre los falsos cristianos. (Recuérdese que Lutero siempre suscribió y escribió que «papista y asno quiere decir lo mismo».) Y desde el hondísimo cenagal de intransigencia no cabe duda de que uno de los regalos odiosos y envenenados que trajo consigo el protestantismo fue asociar el perfeccionamiento de las virtudes cívico-cristianas con la práctica de la violencia pía, como si ésta fuera un ejercicio ejemplarizante, como si la brutalidad otorgara un plus de superioridad moral a las personas que discutían enfervorecidamente por actos de fe.
De este modo, y paradójicamente, el mandamiento de «no matarás», baluarte supremo de la herencia cristiana, no solo caducaba en ciertas circunstancias, sino que no valía ni hermenéutica ni moralmente cuando su transgresión servía, a los ojos de Lutero, Zwinglio y Calvino, para acabar con el enemigo ideológico.
La roca Tarpeya
Los líderes protestantes, puesto que no se distinguieron por admitir en su seno a disidentes e inconformistas, no llegaron nunca a tolerar a quienes no acataban los preceptos de su ortodoxia. De hecho, aunque clamaron por la autonomía religiosa en los países de mayoría católica, en sus territorios se afanaron por coartar la voluntad ajena e imponer, según su sentido servil y coactivo de la libertad, un modelo de liturgia «dictatorial», o sea, un modelo religioso edificado a partir de las coacciones y desde el despliegue de la fuerza física. Es más, al tiempo que se empeñaban en la tarea de destruir las imágenes de la iglesias católicas, profanar altares y reliquias, obligar a la población no solo a asistir a las nuevas ceremonias y a oír los sermones protestantes, sino a ceder y aceptar las leyes de su recién estrenada teología, los jefes de la protesta en calidad de agentes de la autoridad tomaron la ley, su ley, como muestra de obediencia y fuente de acatamiento. Y en caso de no ser así, ponían en marcha la maquinaria legal: retractación y apostasía, privación de derechos civiles, encarcelamientos, latigazos, amputación de orejas, hierro candente sobre la lengua, destierros, decapitaciones, ahogamientos, hogueras...; en suma, la tortura y la guerra. En definitiva, la roca Tarpeya para los malos cristianos. Por este motivo, y como dijo la libertaria Emma Goldman en su ensayo Minorías versus Mayorías (1911), «el ataque a la omnipotencia de Roma, liderado por las figuras colosales de Huss, Calvino y Lutero, fue un rayo de luz en medio de la noche oscura. Pero tan pronto como Lutero y Calvino se transformaron en políticos y empezaron a reunir a los pequeños potentados de la nobleza, y a apelar al espíritu del populacho arriesgaron las grandes posibilidades de la Reforma. Ellos ganaron prestigio y se transformaron en mayoría, sin embargo ser mayoría no los excusó de la misma crueldad y sed de sangre en la persecución a las ideas y al pensamiento que caracterizó al engendro del Catolicismo».
De ahí, el acoso que sufrieron decenas y decenas de grupos no ortodoxos a manos de grandes y pequeños jefes protestantes. Acoso que también iban a padecer los miembros de la Sociedad de Amigos, comúnmente conocidos como cuáqueros, los cuales al retomar muchos de los postulados pacifistas de los anabaptistas no solo negarían el uso de las armas, sino que lucharon por la igualdad y contra la práctica de la esclavitud.{8}
Para desgracia de las víctimas, fuera de Europa también proseguiría la persecución contra disidentes y heterodoxos, pues incluso el código de 1650 que los colonos ingleses instituyeron para el Estado de Connecticut reconocía la legalidad del asesinato por asuntos de religión: «quienquiera que adore a otro Dios que no sea el Señor será reo de muerte». Por tanto, las quejas y protestas ante la opresión que, en su origen, habían sido concebidas como un medio de reestablecer la justicia no pudieron escapar de esas tormentas que nacían del fuego de la intolerancia ideológica, y mucho menos huir del derramamiento de sangre. Así que por cuestiones de fe se levantaron trincheras. Y por fanatismo –¡la peor peste es la razón humana!, dijo alguien– se negó a las personas la posibilidad de transitar por las tierras de la duda razonable.
Con esta larga estela cainita han de pasar cuatrocientos años, y ha de llegar el siglo XX para que se reconozca, dentro de la Iglesia protestante y por parte de los miembros de la Iglesia protestante, la matanza indiscriminada y brutal que, durante centurias y en nombre de la doctrina de sus fundadores reformistas, se llevó a cabo contra anabaptistas y otros inconformistas cristianos.