La tortura no funciona, como demuestra la historia
“La tortura funciona”, alardeó un miembro de las fuerzas especiales estadunidenses, coronel obviamente, a un colega mío hace un par de años. Parece que la CIA y sus matones a sueldo en Afganistán e Irak todavía están convencidos de esto. No existe evidencia de que se haya dejado de entregar a prisioneros a quienes los golpean, los someten a ahogamientos simulados y les insertan tubos de metal, o que el caso de que un prisionero muera a consecuencia de la tortura haya terminado. ¿Por qué otra razón habría de admitir la CIA, en enero, que había destruido videos de prisioneros a los que casi habían ahogado con la técnica de waterboarding, antes de que éstas pudieran ser vistas por investigadores estadunidenses?
Con todo, hace unos días, me encontré un grabado medieval en que un prisionero está atado a una silla de madera, con una manguera de cuero metida hasta la garganta cuyo otro extremo salía de una primitiva máquina de bombeo, que es operada por un torturador de horrenda y escasa vestimenta. Los ojos del prisionero están desorbitados por el terror mientras siente que se ahoga ante la vista de los inquisidores españoles que no muestran la más mínima compasión por él. ¿Quién dijo que el waterboarding es nuevo? Los estadunidenses sólo imitan a sus predecesores de la Inquisición. (En palabras rotundas y claves de LA PUTA GRANÁ: E imitan a esa puta cristiandad de la Putísima barbarie civilizatoria).
Encontré otra imagen medieval en un periódico canadiense que muestra a un prisionero bajo interrogatorio, en lo que sospecho era la Alemania medieval. Estaba amarrado de espaldas al borde externo de una rueda. Dos encapuchados le administraban el tormento. Uno utiliza un fuelle para avivar el fuego que está bajo la rueda mientras el otro le da vueltas. La rueda gira de manera que los pies del prisionero pasan por entre las llamas regularmente.
Los ojos del pobre hombre, desnudo salvo por una tela que cubre la parte inferior de su cuerpo, tiene los ojos transidos de dolor. Dos curas están junto a él, uno de ellos cubierto con la capucha de su hábito, en tanto que el otro utiliza una túnica sobre su suplicio y usa papel y pluma para escribir las palabras del prisionero.
Anthony Grafton, que trabaja en un libro sobre la magia durante el Renacimiento en Europa, dice que durante los siglos XVI y XVII se usaba sistemáticamente la tortura con todo sospechoso de brujería y que sus palabras eran anotadas por notarios calificados, el equivalente, supongo, de funcionarios y testigos de la CIA, que en esa época no se engañaban diciendo que no era tortura y hablaban abiertamente del “aliciente” que provenía de los muchachos encargados de darle vuelta a la rueda sobre el fuego.
Como recuerda Grafton, “el pionero en estudio de las usanzas medievales, Henry Charles Lea, escribió largamente sobre las formas en que los inquisidores usaron la tortura para conseguir que los prisioneros confesaran que practicaban la herejía, tanto en opinión como en acción. Él, que era un hombre iluminado que escribía sobre lo que veía en una época iluminada, veía con horror estas prácticas bárbaras con una claridad que le envidiaría cualquiera que hoy lee comunicados públicos”.
En la Edad Media había personas entrenadas para usar el dolor como método de interrogatorio, así como último castigo antes de la muerte. A los hombres que iban a ser “colgados, desangrados y descuartizados” en la Londres medieval, por ejemplo, primero se les mostraba los “instrumentos” antes de que su sufrimiento comenzara, normalmente cuando eran eviscerados delante de una multitud de mirones.
La mayoría de los torturados por información en el medioevo, de todos modos eran ejecutados una vez que se obtenía de ellos la información que exigían sus interrogadores. Estas inquisiciones, con detalles sobre la tortura que las acompañó, eran hechas públicas y ampliamente diseminadas para que el público entendiera la amenaza que los prisioneros representaron y el poder que detentaban quienes los sometieron al tormento. No había destrucción de videos. Según Grafton, los hechos se promocionaban mediante panfletos ilustrados y canciones, entre otras cosas.
Ronnie Po-chia Hsia y los académicos italianos Diego Quaglioni y Anna Esposito han estudiado la Inquisición de Trento, Italia, en el siglo XV, cuyas víctimas fueron sobre todo judíos. En 1475, tres hogares judíos fueron acusados de asesinar a un niño cristiano (de dos años, N. De la T) llamado Simón con el supuesto fin de llevar a cabo un “ritual” en que se utilizaba sangre para hacer “matzo”, o pan. Esta “calumnia de sangre” era, desde luego, una total falsedad, pero en partes de Medio Oriente se cree aún que este ritual existe, lo cual es aterrador si se piensa que era una creencia arraigada en la Europa del siglo XV.
Como era usual, el podestá, alto funcionario de la ciudad, era el interrogador que aceptaba evidencia externa como pruebas de culpabilidad. Aún así, la ley de Roma exigía confesiones para dictar condena.
Grafton narra que cuando las respuestas de un prisionero no satisfacían al podestá, el torturador ataba sus manos detrás de la espalda y de ahí lo levantaba hacia el techo con una polea. “Luego, según las órdenes del podestá, el verdugo lo hacía “saltar” o “bailar” soltándolo y volviéndolo a jalar repetidamente, dislocándole los hombros y provocándole un dolor inimaginable”.
Cuando uno de los miembros de las familias judías de Trento, Samuel, preguntó al podestá dónde había escuchado que los judíos usaban sangre de cristianos, el funcionario respondió, mientras Samuel colgaba de la cuerda, que lo escuchó de otros judíos. Samuel dijo que estaba siendo torturado injustamente. “La verdad, la verdad” gritó el podestá, y Samuel fue hecho “saltar” unos dos metros y medio y dijo a su interrogador: “Dios me socorra y la verdad me ayude”. Después de 40 minutos, el prisionero fue devuelto a prisión.
Una vez destrozados, por supuesto, los prisioneros judíos confesaron. Después de otra sesión de tortura, Samuel denunció a otro judío. Subsecuentes tormentos finalmente lo quebrantaron al grado de que describió el ritual asesino y la forma en que supuestamente lo llevaron a cabo, y culpó a otros dos de este crimen inexistente.
Dos mujeres torturadas lograron exonerar a los niños, pero de todas formas, según Grafton, “acusaron a sus seres queridos, amigos y miembros de otras comunidades judías”. Así, la tortura obligó a civiles inocentes a confesar crímenes fantásticos.
El historiador de Oxford, Lyndal Roper, encontró que los torturados llegaron a reconocer su culpabilidad.
La conclusión de Grafton no tiene respuesta. La tortura no sirve para obtener la verdad. Consigue que la gente más ordinaria diga lo que sea que el torturador le ordena. Los hombres que padecieron el waterboarding de la CIA bien pudieron haber confesado que podían volar y que eran cómplices del diablo. Y quién sabe si la CIA no acabaría creyéndoles.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca
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