¿Elecciones y democracia?
No estamos de acuerdo en que la democracia sea un cuento, el derecho una fábula y las elecciones una trampa. Miles de trabajadores –quizás millones- han muerto durante siglos para conquistar este triple acceso al espacio público y no deberíamos bromear al respecto. Los progresos lo son no porque produzcan más riqueza o más electrodomésticos o más seguridad sino porque producen más satisfacción moral y más autoconciencia general. Es mucho más satisfactoria la idea de tribunal que la de venganza porque los humanos podemos resignarnos al mal pero no a que se nos considere públicamente malvados. Es mucho más bella una chapuza colectiva que una hazaña privada porque los humanos podemos resignarnos a no dominar el mundo pero no a que se nos excluya de él. Por lo demás, ninguna felicidad puede ser comparable a la de que la justicia, la decencia, la razón, se impongan mediante persuasión y por mayoría y no a través de las armas. Fuera de la satisfacción de un juicio justo, de la belleza de una decisión compartida y de la felicidad de una decencia aclamada, todo lo que hay son diferentes grados de frustración, más o menos justificados, más o menos amplios, que buscarán una vía menos satisfactoria, menos hermosa y menos festiva (es decir, menos moral) para expresarse. Lo que es sin duda una fábula y una trampa son los tribunales sin Derecho y las elecciones sin democracia. Lo que obligan a reclamar las fábulas y las trampas son precisamente derecho y democracia.
Nosotros queremos votar, siempre hemos querido votar, nos parece fundamental votar. Por eso nos vamos a abstener. Bajo el capitalismo, bajo el canibalismo, las izquierdas del Estado español siempre hemos aceptado con resignación que, llegadas las elecciones, la justicia, la decencia y la razón serán derrotadas o estarán, en cualquier caso, infrarrepresentadas; y cada vez que votamos, cuando votamos, asumimos la frustración de que nuestro voto sea sólo aproximativo o negativo o rebajado o malversado. Pero es tan bonito votar, hemos luchado tanto por eso, contiene ya un progreso formal tan grande que, a la espera de que haya condiciones sociales para la justicia, la decencia y la razón, nos avenimos a proteger al menos las formas, aunque nuestra intervención real sea homeopática. Podemos aceptar la frustración de que no haya ningún partido que represente nuestras posiciones; podemos aceptar la frustración mayor de votar a un partido que sólo las representa por aproximación o analogía y que no podrá ganar; podemos aceptar la frustración aún mayor de votar a un partido que se limitará a impedir la victoria de otro peor, pero lo que no podemos ya aceptar es la frustración radical de votar contra las formas mismas. Podemos aceptar, en fin, la frustración inmensa de que el canibalismo sea incompatible con la justicia, la decencia y la razón, pero no podemos aceptar la frustración definitiva de votar contra las condiciones formales que garantizan unas elecciones libres. Algunos periodistas dicen que en Palestina y en Venezuela han votado contra la democracia; en España –mucho peor- votamos porque ya nos hemos librado de ella.
Si pudiéramos votar a Batasuna (o a ANV o a PCTV), no les votaríamos. Pero porque no podemos votar a Batasuna, nos vamos a abstener. De hecho, creemos que votaríamos a cualquier partido que, de izquierdas o de derechas, recogiese en su programa y hubiese exigido en su campaña electoral la derogación de la Ley de Partidos y la devolución de sus derechos políticos a la izquierda abertzale. Es decir, cualquier partido verdaderamente democrático. Ya que no podemos votar al partido que nos gusta, nos gustaría votar al menos a la democracia; nos gustaría decir sí al derecho; nos gustaría apoyar las libertades más abstractas y formales. Y resulta que la democracia misma y el derecho y las libertades formales no están representados en ningún partido. Todos los partidos –decenas de partidos- se presentan a las elecciones después de haber renunciado a la defensa de la democracia, el derecho y las libertades formales; todos los partidos –decenas de partidos- se presentan a las elecciones porque han renunciado a la defensa de la democracia, el derecho y las libertades formales. En estas condiciones, votar puede resultar divertido o supersticioso o pragmático o tranquilizador o provechoso o incluso virtuoso, pero no democrático. Puede ser hasta gracioso, pero ya ni siquiera hermoso. Los comunistas estamos históricamente acostumbrados a que la violencia -golpes de Estado o guerras de agresión- desbarate nuestras mayorías; ahora se nos pide además que nos acostumbremos a votar contra la democracia misma. Si no podemos votar ni a favor del comunismo ni a favor de la democracia, ¿a quién vamos a votar? Si no podemos defender ni el comunismo ni la democracia con nuestro voto, ¿no será su inutilización consciente, premeditada, la única opción verdaderamente política? Es poco, pero es al menos no cerrar los ojos ante lo que está pasando. Esta es la deprimente paradoja: nos abstenemos no a favor del comunismo sino del voto mismo; no en contra de los partidos sino a favor de ellos; no por indiferencia de la política sino contra la indiferencia política de una derecha capaz de todo y de una presunta izquierda que sigue sin creerse que la ley de Partidos, el sumario 18/98 y las detenciones indiscriminadas nos afectan a todos.
Nos preocupa, sí, que ETA haya pedido también la abstención. Pero que nos preocupe ilumina de un modo aún más sombrío la situación. Esta analogía ya casi incriminatoria incrimina en realidad a todos los que, por activa y por pasiva, desde el gobierno y desde la oposición, nos obligan a abstenernos junto a ETA cuando, en condiciones de libertad, votaríamos contra ella. Nos abstenemos también contra ella, a sabiendas de que son los que prohíben votar a 200.000 vascos –voto en mano- los que están justificando su existencia.
En defensa del voto
No estamos de acuerdo en que la democracia sea un cuento, el derecho una fábula y las elecciones una trampa. Miles de trabajadores –quizás millones- han muerto durante siglos para conquistar este triple acceso al espacio público y no deberíamos bromear al respecto. Los progresos lo son no porque produzcan más riqueza o más electrodomésticos o más seguridad sino porque producen más satisfacción moral y más autoconciencia general. Es mucho más satisfactoria la idea de tribunal que la de venganza porque los humanos podemos resignarnos al mal pero no a que se nos considere públicamente malvados. Es mucho más bella una chapuza colectiva que una hazaña privada porque los humanos podemos resignarnos a no dominar el mundo pero no a que se nos excluya de él. Por lo demás, ninguna felicidad puede ser comparable a la de que la justicia, la decencia, la razón, se impongan mediante persuasión y por mayoría y no a través de las armas. Fuera de la satisfacción de un juicio justo, de la belleza de una decisión compartida y de la felicidad de una decencia aclamada, todo lo que hay son diferentes grados de frustración, más o menos justificados, más o menos amplios, que buscarán una vía menos satisfactoria, menos hermosa y menos festiva (es decir, menos moral) para expresarse. Lo que es sin duda una fábula y una trampa son los tribunales sin Derecho y las elecciones sin democracia. Lo que obligan a reclamar las fábulas y las trampas son precisamente derecho y democracia.
Nosotros queremos votar, siempre hemos querido votar, nos parece fundamental votar. Por eso nos vamos a abstener. Bajo el capitalismo, bajo el canibalismo, las izquierdas del Estado español siempre hemos aceptado con resignación que, llegadas las elecciones, la justicia, la decencia y la razón serán derrotadas o estarán, en cualquier caso, infrarrepresentadas; y cada vez que votamos, cuando votamos, asumimos la frustración de que nuestro voto sea sólo aproximativo o negativo o rebajado o malversado. Pero es tan bonito votar, hemos luchado tanto por eso, contiene ya un progreso formal tan grande que, a la espera de que haya condiciones sociales para la justicia, la decencia y la razón, nos avenimos a proteger al menos las formas, aunque nuestra intervención real sea homeopática. Podemos aceptar la frustración de que no haya ningún partido que represente nuestras posiciones; podemos aceptar la frustración mayor de votar a un partido que sólo las representa por aproximación o analogía y que no podrá ganar; podemos aceptar la frustración aún mayor de votar a un partido que se limitará a impedir la victoria de otro peor, pero lo que no podemos ya aceptar es la frustración radical de votar contra las formas mismas. Podemos aceptar, en fin, la frustración inmensa de que el canibalismo sea incompatible con la justicia, la decencia y la razón, pero no podemos aceptar la frustración definitiva de votar contra las condiciones formales que garantizan unas elecciones libres. Algunos periodistas dicen que en Palestina y en Venezuela han votado contra la democracia; en España –mucho peor- votamos porque ya nos hemos librado de ella.
Si pudiéramos votar a Batasuna (o a ANV o a PCTV), no les votaríamos. Pero porque no podemos votar a Batasuna, nos vamos a abstener. De hecho, creemos que votaríamos a cualquier partido que, de izquierdas o de derechas, recogiese en su programa y hubiese exigido en su campaña electoral la derogación de la Ley de Partidos y la devolución de sus derechos políticos a la izquierda abertzale. Es decir, cualquier partido verdaderamente democrático. Ya que no podemos votar al partido que nos gusta, nos gustaría votar al menos a la democracia; nos gustaría decir sí al derecho; nos gustaría apoyar las libertades más abstractas y formales. Y resulta que la democracia misma y el derecho y las libertades formales no están representados en ningún partido. Todos los partidos –decenas de partidos- se presentan a las elecciones después de haber renunciado a la defensa de la democracia, el derecho y las libertades formales; todos los partidos –decenas de partidos- se presentan a las elecciones porque han renunciado a la defensa de la democracia, el derecho y las libertades formales. En estas condiciones, votar puede resultar divertido o supersticioso o pragmático o tranquilizador o provechoso o incluso virtuoso, pero no democrático. Puede ser hasta gracioso, pero ya ni siquiera hermoso. Los comunistas estamos históricamente acostumbrados a que la violencia -golpes de Estado o guerras de agresión- desbarate nuestras mayorías; ahora se nos pide además que nos acostumbremos a votar contra la democracia misma. Si no podemos votar ni a favor del comunismo ni a favor de la democracia, ¿a quién vamos a votar? Si no podemos defender ni el comunismo ni la democracia con nuestro voto, ¿no será su inutilización consciente, premeditada, la única opción verdaderamente política? Es poco, pero es al menos no cerrar los ojos ante lo que está pasando. Esta es la deprimente paradoja: nos abstenemos no a favor del comunismo sino del voto mismo; no en contra de los partidos sino a favor de ellos; no por indiferencia de la política sino contra la indiferencia política de una derecha capaz de todo y de una presunta izquierda que sigue sin creerse que la ley de Partidos, el sumario 18/98 y las detenciones indiscriminadas nos afectan a todos.
Nos preocupa, sí, que ETA haya pedido también la abstención. Pero que nos preocupe ilumina de un modo aún más sombrío la situación. Esta analogía ya casi incriminatoria incrimina en realidad a todos los que, por activa y por pasiva, desde el gobierno y desde la oposición, nos obligan a abstenernos junto a ETA cuando, en condiciones de libertad, votaríamos contra ella. Nos abstenemos también contra ella, a sabiendas de que son los que prohíben votar a 200.000 vascos –voto en mano- los que están justificando su existencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario