O cómo claudicar sin ayuda y sin esfuerzo
Descanso obligatorio
Descanso obligatorio
Santiago Alba Rico
La Calle del Medio (Cuba)
La Calle del Medio (Cuba)
“Maneje su carro con un solo dedo”, “conozca el mundo sin salir de casa”, “endurezca sus glúteos sin levantarse del sillón”, “hágase millonario sin esfuerzo”, “compre desde su hogar”, “lo hacemos todo por usted”, “hable más tiempo, más lejos, más barato”, “beba, coma, duerma, rásquese, mire”, “no lo piense más: haga daño”, “nosotros disparamos mientras usted descansa”, “produzca diez toneladas de basura con un solo euro”, “mate más niños a menos precio”, “mutílese gratis”, “destruya el planeta desde la pantalla de su ordenador”, “no lea, no piense, no luche, no se canse, no viva: vea la televisión”.
Con poco dinero y casi sin ningún trabajo, es verdad, se puede renunciar a la libertad e incluso a la supervivencia. Lo único que no cuesta nada es la esclavitud; lo único que no requiere esfuerzo es la derrota; lo más cómodo de todo es dejarse destruir. Sin manos, desde casa, con un solo dedo, dejando resbalar apenas la mirada sobre una superficie plana se introducen muchos más efectos que levantando piedras o cortando leña (o, claro, construyendo escuelas o curando heridas). Los monjes y eremitas medievales se retiraban del mundo, y lo contemplaban desde fuera, para no intervenir en él; las clases medias capitalistas, al contrario, se refugian en la contemplación como en la más eficaz y destructiva forma de intervención. Por eso, y no por nostalgias reaccionarias o cristianas vocaciones de martirio, hay que desconfiar de todo lo que puede hacer uno mismo sin ayuda y de todo lo que podemos lograr sin demasiada fatiga. En una sociedad que da tantas facilidades para perder el juicio, que hace tan llevadero matarse y tan irresistiblemente placentero dejar caer las cosas al suelo, que proporciona tantas comodidades para que aumentemos nuestra ignorancia y concede tan generosos créditos y subvenciones para que despreciemos a los otros o hagamos ricas a las multinacionales, podemos tener la casi total seguridad de que si algo nos da pereza –si algo nos molesta- es porque vale la pena. En una sociedad que nos obliga precisamente a no hacer ningún esfuerzo, que nos impone la pasividad más divertida, que nos fuerza a no sentirnos jamás incómodos, perturbados o vigilantes, que nos constriñe tiránicamente a estar siempre satisfechos, podemos estar casi seguros de que precisamente todo aquello que no queremos hacer nos vuelve un poco más libres. En una sociedad tan totalitariamente favorable, tan poderosamente benigna, tan dictatorialmente confortable, he acabado por adoptar este principio: si algo no me gusta, es que es bueno; si no lo deseo es que es bello; si no tengo ganas de hacerlo, es que es liberador. Cada vez apetece menos leer, ser solidario, mirar un árbol: he ahí el deber, he ahí la libertad. Cada vez nos cuesta menos ver la televisión, conectarnos a Internet, usar el celular: he ahí una manifestación tan feroz del poder ajeno y de la propia sumisión como lo son la explotación laboral o la prisión.
Eso que el filósofo Bernard Stiegler llama “proletarización” del consumidor, privado del control sobre su ocio al igual que el obrero está privado del control sobre su trabajo, no puede separarse de ciertos medios –las nuevas tecnologías– que conviene juzgar también desde este punto de vista antes de incorporarlas acríticamente a nuestra existencia como instrumentos de emancipación. He dicho otras veces que la diferencia entre un martillo y una conexión a Internet es la que existe entre una herramienta, prolongación del cuerpo en el mundo, y un órgano, que es siempre, por el contrario, la intromisión del mundo en el propio cuerpo. Es más fácil manejar el propio riñón que el propio martillo y por eso es más difícil vivir sin un riñón que vivir sin un martillo. Pero es más fácil imponer nuestra voluntad a un martillo que a un riñón y por eso es más difícil ser esclavizado por un martillo que por un riñón. La facilidad tecnológica, como la facilidad consumidora (y por razones muy parecidas), es una dictadura orgánica frente a la cual nuestra única libertad posible consiste en defendernos de ella. Frente a un martillo somos libres cuando nos decidimos a usarlo; frente a un riñón, sólo seríamos libres si pudiésemos decidir no usarlo. Por la misma razón, somos libres cuando abrimos un libro; pero sólo somos libres cuando cerramos el ordenador (o el celular o la televisión).
Ahora bien, una libertad sólo negativa frente a un órgano vivo es una locura; es casi un delito; es, en cualquier caso, una autolesión. No es libertad. La evidencia de esta limitación de la voluntad introducida en nuestras vidas por la televisión o por Internet, tanto más restrictiva cuanto más se multiplican los canales y las páginas digitales, se manifiesta en el hecho de que la única opción verdaderamente libre frente a ellas (el off) es la violencia.
En la antigua Roma, el fuego del templo de las vestales debía mantenerse siempre encendido como condición misma de la continuidad de la vida; y su extinción, castigada de la forma más severa, era al mismo tiempo una catástrofe y la causa de nuevas catástrofes. Hoy, la continuidad de la vida está garantizada por los flujos de imágenes ininterrumpidos de las redes informáticas y televisivas; mientras nosotros dormimos, nuestro riñón funciona; mientras nosotros dormimos, la CNN sigue emitiendo; mientras nosotros dormimos, Internet sigue activo. La Vida no está ya en los templos ni en las fábricas metalúrgicas ni –por supuesto– en el ojo siempre vigilante del Dios omnipotente; las nuevas tecnologías, frente a cuyas imágenes manufacturadas pasamos muchas más horas que frente a nuestras montañas, nuestros hijos o nuestros novios, han sustituido y concentrado todos estas funciones biológicas y religiosas. Ellas son la Vida, de la que intermitentemente, en ratos ciegos, cuando nos apartamos de la mesa o del salón para preparar la comida, ir al trabajo, frecuentar a los amigos o sencillamente tomar el sol, quedamos trágicamente fuera.
¿Desconectarnos de Internet? ¿Apagar la televisión? Distintos estudios sociológicos han llamado la atención sobre la angustia que, sobre todo en los sectores más vulnerables, produce una pantalla oscura. La única decisión verdaderamente libre que podemos tomar una vez las nuevas tecnologías han entrado en casa (la de apagarlas) se parece bastante a una eutanasia. Es como si todos los días tuviésemos que asumir la responsabilidad de dejar morir a un pariente hospitalizado; como si todos los días se nos exigiese el gesto repetido (castigo griego, como el de Sísifo o Prometeo) de desconectar nuestro cuerpo de los cables y aparatos que lo mantienen conectado a la Vida. Demasiada responsabilidad para que la asuman los ancianos, los niños, los solitarios, los deprimidos, los abandonados, los cansados, que son la mayoría en este mundo.
Con poco dinero y casi sin ningún trabajo, es verdad, se puede renunciar a la libertad e incluso a la supervivencia. Lo único que no cuesta nada es la esclavitud; lo único que no requiere esfuerzo es la derrota; lo más cómodo de todo es dejarse destruir. Sin manos, desde casa, con un solo dedo, dejando resbalar apenas la mirada sobre una superficie plana se introducen muchos más efectos que levantando piedras o cortando leña (o, claro, construyendo escuelas o curando heridas). Los monjes y eremitas medievales se retiraban del mundo, y lo contemplaban desde fuera, para no intervenir en él; las clases medias capitalistas, al contrario, se refugian en la contemplación como en la más eficaz y destructiva forma de intervención. Por eso, y no por nostalgias reaccionarias o cristianas vocaciones de martirio, hay que desconfiar de todo lo que puede hacer uno mismo sin ayuda y de todo lo que podemos lograr sin demasiada fatiga. En una sociedad que da tantas facilidades para perder el juicio, que hace tan llevadero matarse y tan irresistiblemente placentero dejar caer las cosas al suelo, que proporciona tantas comodidades para que aumentemos nuestra ignorancia y concede tan generosos créditos y subvenciones para que despreciemos a los otros o hagamos ricas a las multinacionales, podemos tener la casi total seguridad de que si algo nos da pereza –si algo nos molesta- es porque vale la pena. En una sociedad que nos obliga precisamente a no hacer ningún esfuerzo, que nos impone la pasividad más divertida, que nos fuerza a no sentirnos jamás incómodos, perturbados o vigilantes, que nos constriñe tiránicamente a estar siempre satisfechos, podemos estar casi seguros de que precisamente todo aquello que no queremos hacer nos vuelve un poco más libres. En una sociedad tan totalitariamente favorable, tan poderosamente benigna, tan dictatorialmente confortable, he acabado por adoptar este principio: si algo no me gusta, es que es bueno; si no lo deseo es que es bello; si no tengo ganas de hacerlo, es que es liberador. Cada vez apetece menos leer, ser solidario, mirar un árbol: he ahí el deber, he ahí la libertad. Cada vez nos cuesta menos ver la televisión, conectarnos a Internet, usar el celular: he ahí una manifestación tan feroz del poder ajeno y de la propia sumisión como lo son la explotación laboral o la prisión.
Eso que el filósofo Bernard Stiegler llama “proletarización” del consumidor, privado del control sobre su ocio al igual que el obrero está privado del control sobre su trabajo, no puede separarse de ciertos medios –las nuevas tecnologías– que conviene juzgar también desde este punto de vista antes de incorporarlas acríticamente a nuestra existencia como instrumentos de emancipación. He dicho otras veces que la diferencia entre un martillo y una conexión a Internet es la que existe entre una herramienta, prolongación del cuerpo en el mundo, y un órgano, que es siempre, por el contrario, la intromisión del mundo en el propio cuerpo. Es más fácil manejar el propio riñón que el propio martillo y por eso es más difícil vivir sin un riñón que vivir sin un martillo. Pero es más fácil imponer nuestra voluntad a un martillo que a un riñón y por eso es más difícil ser esclavizado por un martillo que por un riñón. La facilidad tecnológica, como la facilidad consumidora (y por razones muy parecidas), es una dictadura orgánica frente a la cual nuestra única libertad posible consiste en defendernos de ella. Frente a un martillo somos libres cuando nos decidimos a usarlo; frente a un riñón, sólo seríamos libres si pudiésemos decidir no usarlo. Por la misma razón, somos libres cuando abrimos un libro; pero sólo somos libres cuando cerramos el ordenador (o el celular o la televisión).
Ahora bien, una libertad sólo negativa frente a un órgano vivo es una locura; es casi un delito; es, en cualquier caso, una autolesión. No es libertad. La evidencia de esta limitación de la voluntad introducida en nuestras vidas por la televisión o por Internet, tanto más restrictiva cuanto más se multiplican los canales y las páginas digitales, se manifiesta en el hecho de que la única opción verdaderamente libre frente a ellas (el off) es la violencia.
En la antigua Roma, el fuego del templo de las vestales debía mantenerse siempre encendido como condición misma de la continuidad de la vida; y su extinción, castigada de la forma más severa, era al mismo tiempo una catástrofe y la causa de nuevas catástrofes. Hoy, la continuidad de la vida está garantizada por los flujos de imágenes ininterrumpidos de las redes informáticas y televisivas; mientras nosotros dormimos, nuestro riñón funciona; mientras nosotros dormimos, la CNN sigue emitiendo; mientras nosotros dormimos, Internet sigue activo. La Vida no está ya en los templos ni en las fábricas metalúrgicas ni –por supuesto– en el ojo siempre vigilante del Dios omnipotente; las nuevas tecnologías, frente a cuyas imágenes manufacturadas pasamos muchas más horas que frente a nuestras montañas, nuestros hijos o nuestros novios, han sustituido y concentrado todos estas funciones biológicas y religiosas. Ellas son la Vida, de la que intermitentemente, en ratos ciegos, cuando nos apartamos de la mesa o del salón para preparar la comida, ir al trabajo, frecuentar a los amigos o sencillamente tomar el sol, quedamos trágicamente fuera.
¿Desconectarnos de Internet? ¿Apagar la televisión? Distintos estudios sociológicos han llamado la atención sobre la angustia que, sobre todo en los sectores más vulnerables, produce una pantalla oscura. La única decisión verdaderamente libre que podemos tomar una vez las nuevas tecnologías han entrado en casa (la de apagarlas) se parece bastante a una eutanasia. Es como si todos los días tuviésemos que asumir la responsabilidad de dejar morir a un pariente hospitalizado; como si todos los días se nos exigiese el gesto repetido (castigo griego, como el de Sísifo o Prometeo) de desconectar nuestro cuerpo de los cables y aparatos que lo mantienen conectado a la Vida. Demasiada responsabilidad para que la asuman los ancianos, los niños, los solitarios, los deprimidos, los abandonados, los cansados, que son la mayoría en este mundo.
La ilusión de la Vida habrá que combatirla recuperando la sociedad misma en el exterior. Pero la tecnología audiovisual no es sólo una ilusión: es también un formato, un aparato. Y si la memoria política y moral de la humanidad puede borrarse de un plumazo, no ocurre lo mismo con la memoria tecnológica. La humanidad futura sabrá fabricar la bomba atómica; la humanidad futura tendrá televisión y telefonía móvil y riñones informáticos que no se dejarán nunca manejar del todo. Precisamente por eso es necesario recuperar la sociedad misma; porque la única manera de frenar la tecnología, e incluso de usarla a nuestro favor, es que la gestione una sociedad consciente y libre y no la voluntad individual de miles de apetencias y gustos y caprichos activados –y emocionados– por la facilidad inmensa, y el placer insuperable, de hacerlo todo pedazos sin moverse del sillón.
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