jueves, 3 de abril de 2008

Un homenaje para tu Puta ausencia suicida, lo llenas todo con tu presencia poética

Raro de siempre

FIDEL VILLAR RIBOT
Ideal, Granada,03.04.2008


(En la reedición de 'Raro de luna', de Javier Egea)

CUANDO en 1990 Javier Egea (Granada, 1952-1999) publica 'Raro de luna' queda, por fin, asentada y dilapidada de manera definitiva toda esa tramoya crítica que se dio en llamar «la otra sentimentalidad» y en la que el propio poeta se encontró inmerso. Y es que, para empezar, ese nuevo marchamo logró muy pronto ocultar bajo su urdimbre los valores individuales de los poetas que la constituían desde el principio: los fervores siempre fueron más fieles bajo el manto de la advocación, salvo hipocresías. En efecto, asentada y dilapidada a la vez, en un solo acto literario, tanto en el modo individual del propio poeta como en el de los supuestos correligionarios, así como también en la estela diversa que se propagó luego como un aroma embriagador en los más jóvenes poetas que quisieron seguirla. Además, porque no era ni «otra» ni se trataba de una «sentimentalidad» particular. Al menos en su primaria estimación de priorización colectiva. Lo que Javier Egea vino a poner de manera palmaria sobre los escritorios fue ni más ni menos la posibilidad de existencia de una poesía que, en verdad, sí que era diferente -y, por lo tanto, nueva- puesto que, a la par, se radicaba en una proyección del 'Yo poético' desde perspectivas distintas al ámbito estricto del sentimiento. ¿Esto sí que era una auténtica 'otredad'! Cuanto Javier Egea hizo en 'Raro de luna' fue consolidar un discurso poético que iba más allá del 'Yo' burgués de tan añejo cuño en la poesía española. Sin tener que remontarse a la alta Edad Media, una poesía de la cotidianidad entendida como confesión que, desde la marginalidad exótica del Modernismo, se extendió como discurso imperante, pasando -¿pisoteando?- por la inmediata poesía de Postguerra y llegando indemne hasta los Novísimos de los setenta y sus epígonos.

Los elaboradores teóricos de la 'Otra sentimentalidad' fundamentaron una categorización desde las afueras del discurso poético, viniendo después las oportunas acomodaciones y el proceso meritorio de padrinazgos. Sin embargo, resulta perentorio la necesidad de advertir que unos -muy pocos- capitalizaron la bandería, relegando a otros a la infantería en aquella guerra emprendida con tanto denuedo excluyente. Tal manufactura de categorías bien pudo venir a deslumbrar la apariencia, pero erró de plano. Y la figura de Javier Egea es el más nítido ejemplo de ello: la verdad de todo ese tinglado estaba en otro sitio y precisamente dentro de la propia casa. Todo ello es aún más verdad si no olvidamos la reflexión de Antonio Gramsci: «Todo fenómeno histórico debe ser estudiado por sus características peculiares en el cuadro de la actualidad real, como desarrollo de la libertad que se manifiesta en la finalidad, en las instituciones, en formas que no pueden ser confundidas y parangonadas en absoluto -a no ser metafóricamente- con la finalidad, las instituciones, las formas de los fenómenos históricos pasados». Como ha demostrado el proceso histórico, se construyeron falsas identidades que se enarbolaron como sustento de un método, olvidando que los manifiestos son siempre un apósito. El tiempo ha sido, en este caso, el que ha puesto las cosas en su sitio, demoliendo todo el andamiaje de prejuicios establecidos.

Javier Egea ya había demostrado la existencia de otra poesía con sus insuperables y tan significativamente majestuosos 'Troppo mare' (1884) y 'Paseo de los Tristes' (1982). Se trataba de ofrecer el discurso de un 'Yo lírico' nunca inmanente ni a la propia poesía ni, por supuesto, al sentimentalismo como fuente imprescindible. El 'Yo lírico' de Javier Egea compuso en esos sus tres libros capitales el puzle de un espacio auténtico, muy lejano del canon exclusivista que pretendió marcar un cierto tipo de poesía que acaparaba premios y copaba colecciones poéticas a través de rocambolescos apaños mercantiles. Poesía, por lo mismo, convertida en un mero objeto de comercio literario bajo el reclamante membrete de ideologías 'progresistas', cuando no 'revolucionarias'.

Por su parte, Javier Egea indagaba en una poesía que quería elaborar su propio ser desde la creación verbal. Y en ello, Baudelaire, Mallarmé o el Surrealismo -con el apoyo radical del psicoanálisis- eran los instrumentos de su modernidad. Por eso, la poesía de Javier Egea se particulariza de un modo tan singular. Además registraba tonos tan personales que convertían en ecos hueros otros intentos cercanos. Desde esa conquistada modernidad, asentaba definitivamente todo lo que pudiera denominarse «otra sentimentalidad», pero también dilapidaba, de una vez por todas, cualquier requiebro estético que bajo tal denominación pudiera ampararse. El modelo era exclusivamente él y ya es urgente proclamarlo de forma rotunda para evitar esos tácticos ejercicios de ocultación que parecen haberse ordenado en torno a su figura. Porque a Javier Egea hay que leerlo para desengañarse de los relumbrones.

Disponer ahora, para la nueva edición de 'Raro de luna', de los materiales que compartieron su escritura es también un privilegio raro. Se puede ofrecer una visión precisa del meticuloso proceso de trabajo del poeta, permitiendo además explicar los entresijos de una liricidad única y lúcida. Y es que escribir nunca fue para Javier Egea ni una anécdota ni un recurso al escapismo del drama personal.

A través de aquella interpelación del 'Yo poético' como calidoscopio, el 'Yo lírico' sustancialmente instauraba un sentido histórico fundamental. De ahí su carácter dialéctico: en sus sucesivas constituciones (Navegante/Paseante/Vampiro), la soledad unívoca del 'Yo' se expandía en un 'Nos-otros' cuya dicción era ya un estado de conciencia que sólo se racionaliza en la Historia, tanto en la propia historia personal del poeta como en la coyuntura histórica que le tocó vivir y que se han de considerar siempre como condicionantes básicos para la construcción poética.

'Raro de luna' es entonces el vampiro que devora la memoria, que espanta los prejuicios de la racionalidad, que se encarna en la ausencia de sí mismo y que, en suma, disipa las nieblas de las tinieblas de la poesía. En esta singularidad reside el valor de la poesía de Javier Egea, sin ajenas apropiaciones indebidas ni panegíricos de servidumbre.

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