lunes, 16 de noviembre de 2009

De la corrupción y sus variaciones fascistas en el Reino FrancoBourbónico de los Bribones

Nazional-sindicalismo

GABRIEL ALBIAC

ABC, Madrid,

lunes , 16-11-09

UNA sociedad corrupta alcanza sólo condición estable cuando corrompe el lenguaje a su propia medida. También aquí impera la despótica fórmula que la Alicia de Lewis Carroll tuviera que aprender de Humpty-Dumpty: las palabras significan lo que dicta el que manda. Zapatero, anteayer, ante sus jefes sindicales, formulaba la promesa de una mayor «presencia institucional» que les pague los servicios prestados. No podía hacer menos en favor de aquellos rudos muchachotes cuyo amor suplicó tan tiernamente. Y que son el verdadero brazo armado del gobierno socialista, en su proyecto de blindar un peronismo intemporal a la española.

En tiempos de la dictadura, no producía asombro llamar «sindicatos» a semejante cosa: agentes del gobierno. Además, el adjetivo «verticales» limpiaba de cualquier equívoco. Aquello era a un sindicato lo que una marcha militar a las Vísperas de Monteverdi. Y hasta tenía su gracia ver a los de la camisa azul y el correaje pavonear sus zarzueleros modos de castizo proletario. El «vertical» era un pintoresco ministerio pastoreado por jerarcas camisoviéjicos tan hilarantes como José Solís: lo más parecido, en floritura retórica y nulidad conceptual, al Felipe González más galano. Luego, vino la transición. Y el «vertical» siguió allí. Aunque sin adjetivo. Cambiaron algunos nombres. La esencia era intangible: que el Estado financiara a los sujetos que, bajo retórica defensa del desvalido obrero, habían decidido vivir a costa del erario público, que es decir a costa de los faraónicos impuestos que en este loco país pagamos todos. El trato se completó sin más anécdota dolorosa que la liquidación -mitad conspirativa, mitad burocrática- de la CNT, la cual era, no en vano, heredera del mayor patrimonio inmobiliario sindical de antes de la guerra. Se procedió al desvergonzado reparto de bienes pasados, presentes y futuros entre los dos apéndices populistas del PSOE. Desde entonces hasta hoy, eso a lo cual llamamos sindicatos son entes parasitarios, con una afiliación casi inexistente y un aparato funcionarial megalómano: la cuadratura del círculo.

En la segunda mitad del siglo XIX, los sindicatos nacieron como organizaciones de defensa de la clase obrera. Sobre un principio elemental: uno está siempre al servicio de quien le paga; si un sindicato obrero pretende ser instrumento de lucha, ni un céntimo de su presupuesto puede venirle de otra fuente que no sea la que acumulan las cuotas de sus afiliados. Nadie da nada gratis. Mucho menos, a un enemigo. En la jerga sindical de principio del siglo veinte, a aquellos sindicatos que vivían de fondos recibidos por vía que no fuera la del proletariado militante al cual decían representar, se les dio un nombre infamante que pervive hasta nuestros días: esquiroles, gentes que, bajo máscara sindical, trabajaban para el beneficio de los tipos más odiados. Cuando aquel que pagaba era el gobierno, los nombres eran mucho más feos, el odio más intenso. A nadie juzgó nunca un sindicato enemigo más imperdonable que al obsceno sujeto que cobraba del gobernante de turno para ser su correveidile en los conflictos.

De aquel viejo sindicalismo de hasta hace tres cuartos de siglo, se podrá criticar lo que se quiera. Nadie podrá negar su blindada coherencia. De esta subdirección general de orden público que son hoy las redes funcionariales de los muy peronistas Toxo y Méndez, nada habría que decir si conservasen, al menos, el adjetivo que define su estructura de piquetes defensivos del gobierno que paga sus sueldos: sindicato vertical, forma española del fascismo. Pero la lengua corrupta dice sólo «sindicato».

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