El capitalismo elimina, mediante la imposición de esa forma de prostitución forzosa que es el turismo, toda suerte de intimidad cultural, convirtiendo en mercancía y “souvenir” hasta el paisaje. Bajo el capitalismo y la amenaza de extinción por inanición que sobre ellos pesa, los pueblos se ven obligados a prostituirse convirtiendo su hábitat en un gigantesco escaparate donde todo, desde lo más trivial hasta lo más sagrado, ha de ser exhibido, donde todo ha de poder ser visto y manoseado; donde hasta el último aspecto de la vida y el más recóndito rincón de la casa, transformado en exotismo, ha de quedar a la vista del extraño. Con esto el capitalismo da cumplimiento a otra de las fantasías perversas de la psique totalitaria: la construcción de un inmenso “panoptismo” en el que los hombres son completamente desposeídos, de su intimidad, de su privacidad y de sus secretos (en el sentido etimológico del término); en el que las fronteras, convertidas en mero folclore o en testimonios arqueológicos del pasado, ya no pueden impedir que el extraño (el extranjero) se cuele en el aseo mientras hacemos de vientre o en nuestro dormitorio mientras hacemos el amor. Es el “¡desnúdense!” dirigido a los reclusos recién llegados a los campos de concentración nazis, elevado por la economía de mercado a categoría planetaria.
El nuevo racismo contemporáneo, trata a los pueblos como a prostitutas, como el ejército del III Reich a las mujeres de los países ocupados: “o me sirves, rindiéndote dócilmente a mi voluptuosidad, o te dejo morir con los demás”. El turismo se presenta como la cara “amiga” del nuevo racismo; un rostro falsamente benefactor que esconde el más profundo desprecio hacia el indigente.
El proceso de globalización del sistema capitalista ha desmantelado el modelo de producción de países enteros y los ha obligado a convertirse, sin posibilidad de apelación alguna, en exportadores de “servicios” y en “destinos turísticos”, esto es, en museos o tumbonas de playa, en “parques naturales” o en chiringuitos, en balnearios o en prostíbulos. Desde ese momento, su independencia económica y su soberanía política (amén de su identidad cultural, que es lo primero que se pierde) ha quedado reducida a la mínima expresión posible. Como a una prostituta en un burdel, desde ese momento, ya sólo le queda hacer bien su trabajo, dejar al cliente satisfecho... o morir de inanición.
El turismo se aprovecha de la destrucción capitalista del modo de vida tradicional de sus habitantes y convierte a éstos en hosteleros, animadores, monitores y “guías turísticos”, en especimenes de un zoológico humano, en curiosidades, en actores de un gigantesco “parque temático” al natural. Todo se puede adquirir si se dispone de dinero suficiente. Nada está prohibido si se puede pagar. El turista compra su derecho a mirar, pisar y tocarlo todo como se paga el derecho a practicar un tacto rectal a una prostituta. Con su consentimiento, pero con su humillación. Y cuanto más pobre es el receptor de visitantes, más se le puede exigir.
Pero la institucionalización del turismo, nos descarga de toda responsabilidad. Podemos disfrutar a rienda suelta de cada rincón, de cada piedra, de cada centímetro cuadrado de su medio natural y cultural, sin sentir el más mínimo remordimiento. Más aún con la buena conciencia de estar haciendo algo por el país cuyas interioridades estamos profanando. No es culpa nuestra que sus habitantes hayan sido desposeídos previamente de sus medios de subsistencia hasta el punto de no quedarles otro recurso que convertir su casa en un escaparate o en un “centro de ocio”.
El argumento de que el turismo es bueno porque permite ganarse la vida a los pueblos que no pueden sobrevivir de otra manera habría que ponerlo al mismo nivel que el argumento de que la prostitución es buena porque permite ganarse la vida a las mujeres que no pueden ganarse el pan de otra manera. Al que esgrime tal argumento naturalmente le importa un bledo la dignidad de quien se ve obligado a semejante modo de supervivencia. Y desde luego no repara en que lo urgente sería establecer las condiciones necesarias para que nadie se viera obligado a tener que perder su dignidad para sobrevivir.
El turismo crea riqueza, se arguye. Pero también el trabajo infantil o la esclavitud sexual de jóvenes al servicio del turista acaudalado crean riqueza y nadie se atrevería a defenderlas en público. También las guerras crean riqueza. Estados Unidos debe parte de su prosperidad a una adecuada gestión de las mismas. Y también el narcotráfico crea riqueza, aunque ésta sea más difícil de gestionar. Pero es de una inmoralidad sin límite y de una absoluta falta de principios considerar tolerable cualquier modo de producción de riqueza por el mero de hecho serlo.
Por lo que a España se refiere, eso de ser gallegos, maños, vascos o extremeños se ha acabado. Ahora somos simple y llanamente “destino turístico”. Y encima tenemos que dar gracias a Dios por que, año tras año, lo sigamos siendo. Pues, en este mundo globalizado, el día que dejemos de serlo ya sólo nos quedará ofrecernos como basurero de residuos tóxicos o radiactivos (si no es como algo peor).
¡Tierra de ensueño! Nuestra tierra ya no es la tierra de nuestros sueños sino la de los sueños de los aquellos que nos visitan. ¡Y más nos vale estar a la altura de tales sueños o los “clientes” se irán al “club” de enfrente, que está el mundo lleno de ellos!
El turista, protegido en su tour por las fuerzas de seguridad locales, tiene incluso derecho a reclamar a su agencia de viajes si lo que ha visto o vivido no responde a las expectativas que los folletos publicitarios de aquella habían despertado en él. Y, por supuesto, la agencia se encarga de pasar la factura al país de destino en forma de una reducción del envío de visitantes.
¡Y con qué docilidad hemos aprendido e interiorizado nuestro rol! Detestamos al extranjero que viene a vivir con nosotros, pero besamos agradecidos los pies del turista al servicio del cual hemos tenido que poner lo poco que queda de nuestro mundo. Levantamos una valla contra los primeros, pero extendemos una alfombra roja a los segundos, cargamos con sus maletas y echamos flores a su paso. Somos xenófobos con el extranjero pobre que no aspira a mejor destino que el que ya padecemos nosotros, y somos, en cambio, serviles hasta la humillación con el extranjero rico que goza de nosotros, nos consume y nos explota, provocando la lenta pero inexorable destrucción de nuestra hogar, que se ha vuelto ya menos acogedor que un centro comercial.
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