lunes, 28 de septiembre de 2009

CONTRA LA PUTA CENSURA DE LA MAFFIA CAMORRISTA DE LOS LUISES

Algunas consideraciones sobre la impostura
El fraude García Montero y la fuerza del mito

Que una buena parte de la poesía del señor Luis García Montero es un fraude lo descubrió y mostró, hace tiempo, el fundamental libro Poesía y poder del colectivo “Alicia Bajo Cero”. Que don Luis García Montero, como personaje público, es un fraude se ha demostrado sobradamente, a lo largo de estos dos o tres últimos años, con la insidiosa conducta que él y su entorno político y mediático ha observado con respecto a su particular litigio con el profesor José Antonio Fortes, de la Universidad de Granada, del que, de nuevo, una vez más –con la parcialidad y burda manipulación a la que se nos tiene acostumbrado, en este caso–, el diario Público se hizo eco, en su edición digital del 25 de septiembre. De nuevo, una vez más, cansina y machaconamente, un personal contencioso se disfraza de cruzada ideológica contra no sé qué “tesis revisionistas” acerca de la obra de Lorca.

No voy a cansar ya a los lectores de este escrito con la historia de tal contencioso, con la suma de tergiversaciones y manipulaciones, desinformación e ignorancia que se ha agregado al caso. No. Ahora, querría que fijásemos la atención en cómo todo esto nos desvía de la cuestión central, la impostura y el fraude que tal conducta encierra; impostura y fraude que nos atañen, y nos importan, pues se dan en el ámbito de esa llamada “izquierda mediática”, literaria, cultural o universitaria (elijan ustedes) que se aprovecha de nuestra despreocupación, de nuestra desgana y de nuestra desinformación.

Claro que hay impostores y tramposos, por doquier, con mayor recorrido aún y suerte que don Luis García Montero, especialmente en los aledaños de la cultura mediática radiofónica y televisiva: propietarios de ordenadores mágicos que escriben y plagian solos; dandis y malditos profesionales de medio pelo, que cobran tanto la hora de calaveradas, y que tiran, más bien, a patéticos personajes marisabidillos; o irreverentes provocadores que dan risa (y lágrimas: pero no sonrisas). Esos tramposos no me interesan, pertenecen a un mundo que no es el mío (que, en principio, no es el nuestro), pero el señor García Montero y los que le rodean, sí me tocan, aunque sea de manera lejana, indirecta o tangencial, pues pretenden, en parte, utilizar lo que fui o lo que soy: las ideas, los medios, las palabras, que pienso, que leo, o que yo también digo, uso y escribo; y, de este modo, pretenden utilizarme a mí, y, por eso, les respondo.

Fíjense. Aquel que se presentó –y es presentado aún– como adalid y valedor de la educación, de las libertades y del “civismo democrático”, justificó, en su día, sin el menor sonrojo, el insulto –cuando no, la mera represalia administrativa e inquisitorial– como arma dialéctica (y en esas sigue, según parece, su entorno político y mediático: descontadas las presiones que tal entorno ejerció ya sobre el juez encargado del caso, en su momento).

Quien se presentó a sí mismo –y al que se le presenta aún, a las pruebas me remito– como defensor y campeón de la inocencia crítica y de la virginidad intelectual de sus estudiantes –pobrecitos, ellos–, los deja literalmente abandonados a los pies, se supone, de ese, a su vez, supuesto “monstruo del revisionismo”, que continúa, por el contrario, cumpliendo –él, sí– intachablemente con sus deberes de profesor. Si tanto miedo le dan las condiciones en que queda, y los aires (sic.) que corren en su abandonado departamento granadino (cosa que no dice mucho, la verdad, del respeto que les tiene a sus antiguos compañeros, que quedan en él: descontado, claro, el consabido “monstruo revisionista”; como tampoco dice de su confianza en la valía profesional de los mismos, incapaces, por lo que se ve, de hacer soplar los aires que le convienen al señor García Montero). Si tan preocupado y escandalizado se muestra por lo que pueda hacer el profesor Fortes con la santa inocencia de sus muchachos (eso sí, él solo contra toda una institución universitaria, y contra el resto de los profesores que allí quedan: que ya es suponerle fuerza e intención diabólica), ¿por qué no se queda en su puesto para defenderlos de la ignominia crítica, y de la catástrofe anunciada por él mismo y por todos sus amigos? Desde luego, como gesto de compromiso pedagógico y profesional, no resulta precisamente ejemplar esa dejación de responsabilidades, ni ese vergonzante y lastimero abandono de la trinchera al enemigo (sobre todo, si se tiene en cuenta a toda la tropa burocrática y municipal que tiene detrás, el señor García Montero, cubriéndole los flancos, tanto en la Universidad, como en la ciudad: no olvidemos quién es él, y quiénes son los suyos, en Granada). Por lo que quien declara tan pomposamente que abandona la Universidad, su “puesto de trabajo”, víctima de la injusticia, del abandono y de la indefensión, cual mártir de la causa lorquiana, resulta que, en realidad –otro fraude más–, activa un privilegio funcionarial, la excedencia voluntaria, y cumple con ello un viejo sueño, vivir tranquilamente en la Villa y Corte, dedicado a sus labores: a vivir “en poeta” (sic.); y –por lo que parece– “en poeta sindicalista oficial”, hasta nueva orden (que se dice: o vaivén electoral).

Pero, si el señor García Montero es un fraude, como personaje público –esto es, como profesor de literatura y como escritor “de izquierda”–, lo es esencialmente, no por toda esta serie de pequeñas y grandes imposturas y falsedades, sino por utilizar, desde posiciones supuestamente “democráticas” y “de izquierdas”, la inmensa y violenta potencia irracionalizadora del mito, asociado, en este caso, a la ignorancia culpable, de algunos, y la comprensible inopia, de la mayoría (aquellos que no tienen por qué haber leído nada, y menos a Lorca, y todo el aparato crítico, acerca de su tiempo y de su obra, como el profesor Fortes lleva haciendo, por cierto, durante años).

El ciego apoyo que Izquierda Unida le dio, oficialmente, en un contexto –según quiero recordar– pre/congresual o congresual, a nuestro poeta y mártir, creo que debe ser entendido en ese contexto de general inopia, sumada –y esto es lo auténticamente grave– a la irracional inercia que provocan los mitos y los significantes ideológicos (aunque, por ello mismo, en este caso, sea, a mi juicio, un signo evidente de la decadencia política e ideológica de la organización misma). Lo del puesto en la fundación de CC.OO., que le ha servido al señor García Montero de excusa para el abandono de la trinchera universitaria, sin embargo, tiene, creo, otras motivaciones. Aquí se trata de una decisión pensada, acorde y muy coherente con la deriva burocrática y acrítica que el sindicato ha venido sufriendo en los últimos años.

Si alguien duda, desde la izquierda; o, simplemente, no le da la importancia que debe a esa fuerza irracionalizadora del mito; o de la peligrosa deriva que puede tomar con la complicidad de personajes públicos como el señor García Montero, debería haber visto la mirada inyectada en sangre y odio, o la babosa mueca del insulto, cuando en una cena, entre personas y amigos “de izquierda”, se me ocurrió sugerir la lógica –por otro lado, natural e irremediable, en términos de coyuntura histórica– que llevó a Alberti y a los demás miembros de la Alianza de Intelectuales a utilizar la muerte de Lorca como estandarte simbólico de la resistencia antifascista; hecho que modificó irremediablemente la lectura y el significado de la obra del poeta granadino.

En esa mirada inyectada, en esa grosera mueca de insulto, en ese colapso instantáneo de la racionalidad, de alguien que supuestamente es “de izquierda”, estaba concentrado todo el mal que la impostura y el fraude de personajes públicos “de izquierda”, como el señor García Montero –y los entornos mediáticos que los sostienen y construyen–, pueden hacer.
Este tipo de conductas fraudulentas e impostoras, como la del señor García Montero, con García Lorca, pero no sólo con García Lorca (señor Gelman, cuídese de rendidos admiradores como este), van asociadas, además, a una cierta necrofilia y vampirismo crítico y literario. Véase el caso, paradigmático en tantos aspectos, de Vargas Llosa (por cierto, no puedo dejar de recomendarles, para que visualicen convenientemente algo de lo que quiero decirles, su fotografía de “hombre blanco con negritos”, en el suplemento dominical de El País, del 11 de enero de este mismo año; fuera aparentemente del caso que nos ocupa, posee, sin embargo, un alcance metafórico y explicativo nada desdeñable, por sí misma); en concreto, del sistemático expolio a que regularmente somete el señor Vargas Llosa al canon literario occidental. Ahora mismo, en estos días, con la obra y la figura de Juan Carlos Onetti.

Aunque peor es, quizás, lo que tantos y tantos parásitos de la noche crítica, que pueblan nuestros “medios culturales” (de izquierda y “de derecha”: da igual), hacen cada día con los clásicos (el centenariazo que se le endosó al pobre Cervantes, en el 2005, resulta ejemplar, en este sentido), o con el primer “nombre/excusa” que aparece en el candelero mediático (véase, si no, la reacción de auténtica camada hambrienta y furibunda que tuvieron contra el pobre Gamoneda, por la interesada tergiversación periodística de sus palabras, acerca de Mario Benedetti).

Que vivimos una farsa, en un gran teatro de marionetas, cuyos hilos no movemos, es tema antiguo, donde los haya, y sabido de sobra. Y, aun así, es bueno repetirlo y repetírnoslo, una vez más, levantar la voz y señalar a los impostores, sobre todo a los que pretenden aprovecharse de nuestras ideas y de nuestros espacios de debate; señalarnos, también a nosotros mismos (a mí mismo, me señalo también), como caterva de charlatanes y tramposos.Esta es la razón por la que tienen tanto valor (deberían tenerlo, al menos, para nosotros, que nos llamamos “de izquierda”, frente a toda esa ralea de impostores) aquellos que reman contra la corriente, que nos ponen una china en el zapato, que no sucumben a la irracionalidad, ni a las medias verdades, ni a las cómodas inercias de los mitos; que nos hacen parar, reflexionar, ver de nuevo, comprobar, una y otra vez, lo que creíamos sabido, aunque sea por la provocación, el sarcasmo o el zarandeo hiperbólico.

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